Vida y Obra (literalmente)
¿La vida de Paul Auster o la obra de Paul Auster? Después de leer gran parte de sus novelas es fácil perderse entre la ficción y lo biográfico. Paul Auster es un laberinto que no lo parece: te atrapa de golpe y un buen día te ves presa de sus personajes y sus situaciones. Luego te invita a la complicidad para poder salir; te tienta con el final del camino cuando en realidad lo que te está mostrando es una puerta más, que te lleva a otra historia y luego a otra... Para el incauto lector, cada una de ellas puede tener comienzo y fin. Pero ahí está el bonus track que nos deja Auster: sus historias nunca terminan.
Estos argumentos recuerdan de algún modo a “Las ruinas circulares” de J. L. Borges. La idea de una historia contenida en otra historia es un juego en el que Auster se deja caer seguido, convirtiendo lo cíclico en una cinta de moebius, como veremos más adelante. Por ejemplo, en Lulu on The Bridge, guión cinematográfico de una película que cuenta la filmación de otra película. O la historia de Auggie Wren, argumento que compone lo que luego fue el guión de Smoke, donde el protagonista fotografía todas las mañanas a la misma hora, la misma exacta esquina; registrando de esa forma el paso del tiempo. O las historias en las que un escritor escribe sobre la vida de otro escritor… La obra de Auster se caracteriza menos por la descripción externa que por la narración de los estadíos internos de sus personajes, y de él mismo. Pocos diálogos y muchas reflexiones hacen que nuestra mente quede conectada con lo que intuimos que es la suya, aun después de haber finalizado la lectura.
Paul Auster nació en 1947 en New Jersey. Un accidente ocurrido cuando era niño en un campamento delimita la frontera que parece separar, en su percepción de los hechos, el destino del azar. Después de ese día, nada para él volvió a ser lo mismo. O mejor aún: Auster juega con la idea de que todo debe ser lo mismo para él, y por eso lo recrea constantemente.
La Trilogía de Nueva York (cuya primera historia es también la primera novela que escribe) puede ser considerada como el germen de tamaña trama. Todo comienza cuando suena un teléfono: ese hecho dispara una cadena de asociaciones en la que se entremezclan el autor y los personajes. El azar y la providencia ruedan, a simple vista, libres de sutiles interpretaciones por el llano de las letras, y descubrimos en este hombre el valor de lo casual. “Algo sucede, y desde el momento en que empieza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo”. Lo escribe por primera vez en 1978 en su ensayo “Espacios Blancos” [1], y vuelve a esa exacta frase repitiéndola en 1993 en El Cuaderno Rojo [2].
La fuerte presencia del azar, las historias dentro de otra historia dentro de otra historia llevan a pensar la obra de Auster como un complicado laberinto. Y dicen que los laberintos se construyen en variados diseños: los hay abiertos, cerrados; con monstruo, sin monstruo; con una entrada simple, con una entrada doble. Aquí estamos ante un laberinto abierto y sin Minotauro (o tal vez deba ser que aún no me he encontrado cara a cara con él). Su entrada está emplazada sobre un portal doble: dos posibilidades se presentan para comenzar, y aquellos que deseen ingresar deberán elegir una de las dos puertas.
Hacia el sendero de "la vida"
A quienes gusten de la “realidad” (así, entre comillas) les sugiero la puerta que lleva al sendero de la derecha. Se encontrarán con A Salto de Mata [3], definida por él mismo como “un ensayo autobiográfico sobre el dinero”, donde cuenta la historia desde su niñez hasta que logra publicar su primera novela (un policial negro), pasando por sus años de estudio en la Universidad de Columbia, por su vida en París, y su trabajo como traductor de francés.
En La Invención de la soledad, aunque escrito varios años antes [4], continúa esa senda dividiéndola en dos etapas: “Retrato de un hombre invisible” es la historia familiar, en la que enmarca la complicada relación con su padre extremadamente avaro; “El Libro de la memoria”, la otra, es la experiencia de Auster como padre, y de la contemplación de esa sensación de “solitude” —o extrañamiento— que aún hoy lo persigue en sus libros. El inglés permite ese juego de palabras que nuestro castellano pierde: “Soledad” puede ser “loneliness”, o puede ser “solitude”. La primera interpretación implica un sentimiento de ausencia, de carencia, es un estado triste donde hace falta la presencia del “otro”; la segunda, “solitude”, sólo define el estar despoblado de cosas o personas pero sin necesidad de ellas, simplemente una presencia rodeada de nada. Imagen perfecta del ser solitario. De ahí la importancia de tener presente el título del original en inglés: “The invention of Solitude”. Esta aclaración estaría de más si no fuera por tratarse de un escritor que, según dice él mismo, debe tener definido el título antes de comenzar una historia.
El Cuaderno Rojo (1993) está compuesto por una serie de casualidades y situaciones ocurridas en la vida del autor, donde la sincronicidad, horadando como gotas que casi ni se sienten pero cuyo efecto fatal comprueba el tiempo, fue la que marcó la temática de la que parece no poder salir. Más allá de las casualidades austerianas recomiendo este libro por el excelente prólogo de Justo Navarro, quien tradujo también su texto al español.
Hasta aquí, la puerta de la “realidad”, los libros del puro Auster en persona.
Un atajo hacia "La obra"
Ahora, queridos lectores, les descubro la otra puerta: la que conduce a la senda de la izquierda, donde se halla la “ficción” (también entre comillas) de sus novelas; historias que, por cierto, contienen también partes de su propia vida, y que el autor va dejando de a pedacitos en cada una de ellas.
Quienes piensen que un escritor no debe involucrarse en su obra, entonces nada tienen que hacer con éste. En un reportaje que le hicieron hace ya varios años, Auster dice: “Sí, yo nunca he sido otra cosa más que yo mismo. ¡Ay!... a veces queremos hacer las cosas de otra manera, pero no se puede”.
Como ejemplo de ello, en La música del azar el tema de la herencia paterna (asunto crucial para “nuestro hombre”) desencadena en el personaje de la novela una serie de acontecimientos dignos de Kafka.
Años más tarde escribe Leviatán: un escritor real (Paul Auster) escribe una novela sobre un escritor (Peter Aaron) que cuenta sobre la vida de otro escritor (Benjamín Sachs). Encontré aquí un juego de espejos y anagramas, donde los nombres y las situaciones se reflejan. En esta ficción, Peter Aaron, que las mismas iniciales que Auster tiene una esposa llamada Iris y la de Paul Auster se llama Siri. Ambos tienen un hijo de un matrimonio anterior, el de Auster se llama Daniel, y el de Aarón, David.
En su primera novela, “Ciudad de Cristal” que compone la Trilogía de Nueva York un teléfono suena en medio de la noche preguntando por un hombre llamado Paul Auster, detective privado. La llamada ocurrió en la realidad pero lo que no se atrevió a contestar Auster en su vida lo hizo en la novela, y entonces el personaje, llamado Quinn, finge ser el investigador. Transcurre la historia y finalmente Quinn conoce al tal Auster de la ficción (que obviamente resulta no ser detective sino escritor). Esta historia tiene un detalle que me intriga aún hoy: comienza escrita en tercera persona pero al final, en las dos últimas páginas algo hace que el relato cambie a primera persona, cosa que automáticamente nos deja a la vista el vacío de quien estaba contando todo hasta ese momento. Ahora el “relator” llama la atención y se queda con la última palabra, sólo sabemos que este hombre es amigo del Auster de la ficción. Pero si Quinn es Quinn, y Auster está dentro de la trama, ¿quién diablos es el que escribió la historia de Quinn hasta que gira “de persona”? Nada, ni un nombre deja el autor allí. Eso no me inquietaría en cualquier novelista, pero sí en éste. Tal vez algún día lo encuentre en un nuevo libro, como me sucedió con su personaje David Zimmer, que parece haber adquirido una vida independiente entre las novelas de nuestro americano en cuestión.
Si desplegamos el mapa del laberinto, observamos que la vida de Zimmer subyace más o menos en este recorrido: “Así son las cosas en la ciudad, cada vez que crees saber la respuesta a una pregunta, descubres que la pregunta no tiene sentido” escribe Anna Blumme a su novio David Zimmer en El País de las últimas cosas, mientras parte en busca de su hermano William, desaparecido misteriosamente. Luego, libros más tarde, Zimmer resulta ser quien da hospedaje a un compañero de facultad, llamado Fogg, en El Palacio de La Luna. Allí, como última reseña de Zimmer, Fogg cuenta que lo vio un día caminando por la calle junto con su esposa y dos niños; después, no supo nada más de él. Sin embargo, muchos años más tarde en El Libro de las ilusiones la esposa y los niños que describe Fogg en El Palacio de la luna mueren en un accidente de avión, dando origen a la historia que narra entonces David Zimmer, ahora como personaje central.
Esas cosas suceden a menudo con sus seres de ficción, a quienes Auster enreda, replicando sus nombres en distintas novelas, y manteniendo muchas veces entre ellos una aparente relación, mientras que otras sólo los deja, quien sabe, como falsas pistas. Éste quizá constituya el misterio más atrapante que logra PA, no sólo dentro de una novela en particular sino en toda su obra como conjunto. Entonces, quizás encuentre a mi narrador sin nombre, un día, abriendo virgen de toda expectativa de búsqueda una de sus nuevas novelas.
La Noche del Oráculo (La última puerta)
La noche del oráculo —recientemente publicada— me espera. Quien puede asegurarme que no hallaré dispersas más piezas de este agradable rompecabezas; quién puede objetarme la posibilidad de que el Minotauro me sorprenda allí. Una vez más iré en busca de una nueva historia, donde el autor como un “Minos” neoyorkino construirá seguramente otra parte del mapa que, aunque imperceptible para otros, irá cerrando esta gran historia.. Tal vez ésta edificación invisible haga que algunas personas piensen que Paul Auster comienza a “repetirse” en sus últimos libros. Yo entiendo que no, que sólo pueden pensarlo quienes no vieron las puertas, ni vieron el hilo, ni la oculta trama.
Cada quién deberá elegir ahora qué hilo (o libro) tomar para adentrarse en el denso mundo de sus argumentos, conformado por varias novelas, tres guiones cinematográficos [5], algunos ensayos, y Desapariciones [6], su único libro de poemas.
Aquí los dejo, amigos lectores, en la puerta de este laberinto fascinante. Ojalá también sean seducidos y acaben, como lo hice yo —como lo hago yo—, errando libremente por los gozosos senderos de Auster.
Dedico estas palabras a las cosas de la vida que no comprendo, a todas y cada una de las cosas que mueren ante mis ojos. Dedico estas palabras a la imposibilidad de encontrar una palabra igual al silencio que se halla en mi interior.
Paul Auster
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