domingo, 29 de junio de 2008

Lucio Cornelio Sila

Lucio Cornelio Sila Felix, en latín Lucius Cornelius Sulla Felix[1] (138 a. C.-78 a. C.), fue uno de los más notables políticos y militares romanos de la era tardorrepublicana, perteneciente al bando de los optimates. Cónsul en los años 88 a. C. y 80 a. C. y dictador entre los años 81 a. C. y 80 a. C. Destaca por haber sido el único dictador de la historia que, habiendo asaltado el poder absoluto por la fuerza de las armas, renunció voluntariamente al mismo, volviendo a la condición de simple particular.

Estos hechos hacen de Sila un personaje extraordinario y moralmente ambiguo. Político sagaz y militar genial, fiel reflejo de su época, fue uno de los últimos defensores de la República romana, pero también uno de los principales responsables de su caída. La posteridad ha estado muy dividida en su juicio sobre Sila, considerado por algunos un monstruo sanguinario y elogiado por otros a causa de sus dotes políticas.

Su juventud:

Lucio Cornelio Sila nació en el seno de una pequeña familia aristocrática, la menos destacada de las siete ramas de la gens Cornelia. Ya que la fama del dictador eclipsó totalmente la de sus ancestros, es muy poco lo que conocemos de ellos. Las fuentes clásicas enfatizan los aspectos más negativos. Del padre de Sila, Plutarco únicamente facilita el dato de su modesta situación económica[2] y sólo la mención de su hijo en documentos epigráficos ha permitido rescatar su prenomen; de la madre, nada se sabe y tampoco hay noticia explícita de otros hermanos, aunque la referencia a un Nonio Sufenas como sobrino del dictador,[3] deja claro que éste tuvo al menos una hermana.

Salustio y Plutarco están de acuerdo en que la familia de Sila se hallaba en plena decadencia, pero discrepan en los matices. Mientras que el historiador de Queronea implica que si Sila salió de la penuria (ilustrada con la anécdota de que en sus años mozos compartió techo con ex-esclavos), a la que le condenaba la ruina y la perdida de prestigio de los Cornelios durante el siglo II a. C., fue sólo y exclusivamente por obra de la Fortuna, las referencias de Salustio a la educación de Sila y a su excelente dominio del latín y el griego,[4] aún admitiendo un grado considerable de ignominia, cuadran mejor con lo que se espera de una familia bien situada social y económicamente. Un pasaje de Apiano sobre las conversaciones preliminares que condujeron a la paz de Dárdano[5] habla de la amistad que unió al padre de Sila con el rey del Ponto, confirmando la pretura que los testimonios epigráficos adjudican a Lucio Cornelio Sila, padre.

Por otro lado, el provechoso matrimonio del mismo con una rica señora, indica también que se trataba de una gens menos desprestigiada y con más caudales de lo que Plutarco da a entender. Los Cornelli Sulla pudieron ser pobres, pero no literalmente. Se sabe que el joven Sila percibía unas rentas de 9.000 sestercios anuales, lo cual indica un haber de 150.000 sestercios: en comparación con el sueldo anual de un trabajador, unos 1.000 sestercios, no está mal, pero no era nada al lado de las fabulosas fortunas de otras grandes familias.

Fue probablemente la muerte de su padre la que dejó a Sila en esta situación económica, la cual convirtió con toda seguridad al aristócrata en el desclasado del que habla Plutarco. Con las puertas del cursus honorum y la alta sociedad cerradas para él, el ocioso Sila se refugió en el mundillo del teatro, frecuentando alojamientos y compañías de carácter procaz y disoluto, histriones y gente baladí. Jovial, bebedor y chancero, según Plutarco fue su atractivo físico el que lo sacaría de esos ambientes, ya que una de las cortesanas más caras de Roma, a la que sólo conocemos por su nom de guerre, Nicópolis, perdidamente enamorada de él, le legó todas sus posesiones. Al mismo tiempo fallecería la madrastra de Sila, dejándole como único heredero y permitiéndole disponer de los fondos necesarios para iniciar su carrera política cuando tenía unos treinta años de edad.

Las primeras etapas del cursus honorum:

Lucio Sila inició su carrera el año 107 a. C. sirviendo como cuestor durante la guerra contra el rey de Numidia, Yugurta. El rey númida llevaba años hostigando a los romanos con gran éxito, y a pesar del gran avance logrado por Metelo el Numídico, no se vislumbraba final al conflicto cuando Cayo Mario asumió el mando. Mario llevó muy a mal que el destino le hubiera concedido un cuestor tan afeminado como Sila, con su reputación manchada por las malas pasiones, el vicio y su afición al teatro. Sin embargo, pronto sorprendería a todos con sus extraordinarias cualidades.

El conflicto siguió eternizándose a pesar de las victorias romanas, de modo que Sila fue enviado en calidad de embajador a parlamentar con el suegro del esquivo monarca númida, el también rey Boco de Mauritania. Sila trabó amistad con el mismo y logró convencerlo para que traicionara a Yugurta, apresándolo para los romanos (105 a. C.). El evento proporcionó a Sila un gran prestigió militar y una considerable popularidad tanto con el cónsul como con los soldados, atribuyéndosele el fin de la guerra. Plutarco afirma que esta circunstancia fue el comienzo de la fricción ente Mario y Sila, puesto que aquél se volvió envidioso del éxito de su subordinado y éste no hacía sino echar leña al fuego con una actitud fanfarrona que encontró eco entre algunas personas, enemigos políticos de Mario. Sila reivindicó para sí todo el honor de este suceso, y se mostraba tan orgulloso del mismo que lo hizo grabar en el anillo que le servía de sello. A pesar de que enseguida se convirtió en un gran personaje, jamás desdeñó el más pequeño vestigio de gloria.[6]

La situación de extremo peligro creada por la invasión de cimbrios y teutones aplazó las posibles diferencias entre general y subordinado, y Sila permaneció bajo las órdenes de Mario en las sucesivas campañas de los años 104 a. C. y 103 a. C. Dirigió con éxito una expedición contra los tectosagos, dando muerte a su caudillo Cepilo, y poco después, como tribuno militar, destacaría también al negociar un tratado con los marsos y dirigir extraoficialmente el ejército del cónsul Lutacio Catulo, uno de los protegidos de Mario, contra los cimbrios que amenazaban el norte de Italia. Los derrotó en Vercellae en el año 101 a. C.), donde dirigió la caballería, dando muestras al mismo tiempo de su capacidad tanto para el combate como para la organización.

Finalmente, la disputa con Mario se manifestó en toda su amplitud tras la victoria sobre los cimbrios: Catulo y Sila parecen haber reclamado más crédito por su actuación en Vercellae del que Mario estaba dispuesto a conceder. En circunstancias tan nimias y pueriles —concluye Plutarco— se fundamentó el odio de ambos, que más tarde condujó a los desmanes de la Guerra Civil y después a la tiranía y a la perversión de todo el Estado.

No obstante, el conflicto entre Mario y Sila se desarrolló más lentamente de lo que Plutarco y otros autores parecen admitir, y no adquirió el carácter de abierta hostilidad hasta mucho más tarde.

La pretura:

Según el relato de Plutarco, tras haber sido desmovilizado hacia el año 100 a. C., Sila se amparó en su prestigio militar para pujar por el cargo de pretor; inicialmente resultó en fracaso, obscureciéndose su carrera política por unos años. Plutarco recoge la explicación de este fracaso que escribió el propio Sila: la plebe romana que esperaba con ansia los grandes espectáculos que ofrecería como edil. El biógrafo de Queronea añade además su propia visión del asunto: Sila no compró suficientes votos, una opinión ilustrada con algunos ácidos comentarios sobre la venalidad de su personaje.

Sin embargo, acabó siendo nombrado pretor en el año 94 a. C. y se distinguió por su magnificencia con la que organizó los juegos en honor de Apolo, los ludi apollinares en el mes de julio. En estos juegos, los romanos vieron por vez primera combatir a cien leones que había enviado su amigo Boco I. Al término de su mandato, como propretor, se hizo cargo del gobierno de Cilicia, entrando así por primera vez en contacto con los problemas anatólicos. El rey de Capadocia Ariobarzanes, entronizado por Roma, había sido depuesto por el rey de Armenia, Tigranes el Grande, y su suegro y aliado del rey del Ponto, Mitrídates VI, que colocó a su propio hijo en el trono de Capadocia. La acción de Sila fue bastante efímera pues, a pesar de cumplir su misión, la restitución de Ariobarzanes apenas duró un año, expulsado nuevamente por Mitrídates. Sila fue el primer romano en llegar al Éufrates, y negoció un tratado de amistad con Orobazo, embajador del reino de Partia. Además del éxito diplomático, Sila recibió el anuncio de un gran destino.. Plutarco cuenta que un adivino caldeo, después de haber contemplado atentamente el rostro de Sila y observado diligentemente todos los movimientos tanto de ánimo como de cuerpo, declaró: Indiscutiblemente este hombre llegará a ser muy importante y me asombro de que ahora incluso sea capaz de soportar no ser el primero de todos.[7]

A su vuelta a Roma, aguardaba a Sila un humillante proceso judicial por corrupción. Mario se dedicó a denunciar la arrogante actitud de Sila hacia los capadocios y los partos, arguyendo que la situación en Oriente se resentiría. Finalmente, Cayo Marcio Censorino, una de las criaturas de Mario, acusó a Sila de aceptar sobornos de Ariobarzanes. Por este motivo, algunos autores consideran que es ahora cuando las tensiones entre Sila y Mario se convierten en abierta hostilidad, consecuencia probable de la serie de turbulentos escándalos políticos que sufrió Roma en la década de los 90 del siglo I a. C. y que acabó en empate entre populares y optimates, pero no sin consecuencias para Sila. Aunque la incomparecencia de Censorino le libró de una condena judicial, su prestigio resultó tan dañado por la acusación que hubo de retirarse de la actividad pública durante los siguientes tres o cuatro años.Tras haber logrado tantos éxitos en Asia, Sila quedó desacreditado como corrupto e incompetente.

Posiblemente empleó estos años de silencio maniobrando para recuperar la dignitas perdida. El incidente de la conmemoración de la victoria sobre Yugurta, narrado con detalle por Plutarco,[8] revela que en el 91 a. C. no era ya un personaje maldito de la política romana. El incidente en cuestión fue la donación de un grupo escultórico por el rey de Mauritania, Boco, al Pueblo de Roma, con ocasión de su nombramiento formal como socius et amicus populi Romani. Este grupo escultórico representaba su máxima aportación a la amicitia romana: la rendición de Yugurta. En él estaban representados Yugurta, Boco y Sila, pero no Mario. Del relato de Plutarco se desprende a las claras que Mario se tomó muy mal la presencia de Sila y la ausencia suya, interpretándolo como un ataque directo contra su dignitas. Plutarco añade que el incidente -y Sila-, fueron empleados por una parte del Senado que había convertido la disputa con Mario en la principal razón de su actividad política. Sólo el estallido de la guerra social contuvo a las facciones y evitó que se lanzaran la una contra la otra.

Fue la Guerra Social, el conflicto que estalló en el año 91 a. C. entre Roma y sus aliados itálicos, injustamente tratados, la que proporcionaría a Sila su mayor gloria y el inicio de su irresistible ascensión política, abriéndose así aun más las diferencias con Mario (que también jugó un eficaz papel en las operaciones militares).

El mayor éxito lo obtuvo como legado, en la región costera de la Campania y, poco después, en el Samnio, al mando del cónsul Lucio Julio César, donde logró sorprender al general samnita Papio Mutilo y conquistar la ciudad de Bovianum. En el año 89 a. C. consiguió una decisiva victoria militar ante los muros de Pompeya, obteniendo de ese modo una corona gramínea, máxima condecoración militar romana. Tras eso, continuó conquistando el resto de las ciudades que los rebeldes habían ocupado en la Campania, hasta que solo quedó el corazón de la revolución: Nola. Ignorando la amenaza que esa ciudad simbolizaba para sus legiones, Sila lanzó un ataque directo al centro de las tierras rebeldes, invadiendo el Samnio e inflingiéndoles una severa derrota en un paso de montaña.

De este modo, presentándose como el destructor de la rebelión, Sila obtuvo su tan anhelado consulado en año 88 a. C., junto a Quinto Pompeyo Rufo. Los cónsules se repartieron el gobierno de la Res publica de manera que Sila recibía el provechoso mando de la guerra contra Mitrídates, mientras que Pompeyo Rufo permanecía en Roma a cargo de las tareas "civiles". Este mismo año contraía matrimonio con Cecilia Metela Dalmática (sobrina de Quinto Cecilio Metelo el Numídico), emparentando en el poderoso clan senatorial de los Cecilios Metelos.

El caos político y económico, secuela de la guerra social, no se limitó a las fronteras de Italia. Los graves problemas que sacudían la península eran observados con interés por el resuelto rey del Ponto, Mitrídates VI. Sus fricciones con la República romana no eran nuevas, pero ahora que Roma se enfrentaba a sus propios aliados, le pareció al Rey el momento perfecto para intentar una política de hechos consumados y extender sus dominios en Asia Menor.

El tribunado de Sulpicio Rufo y la marcha sobre Roma:

Las fuentes antiguas son unánimes considerando que los problemas surgieron cuando los populares, apoyados por los caballeros, prepararon la reaparición pública de Mario, quien deseaba para sí el mando militar sobre Oriente. Tras haber presidido las elecciones consulares para el 87, Sila estaba a punto de partir para Capua, (donde se concentraban seis legiones para la campaña de Asia), cuando el tribuno de la plebe Publio Sulpicio Rufo cambió bruscamente de bando político y de ser uno de los miembros más notables de los optimates, pasó a conventirse en aliado de Mario y en defensor de las tesis populares, sin que estén claros los motivos de este súbito cambio de alianzas: si fue por influencia de Mario, por ambición y sed de poder o por otros motivos más personales.

Sulpicio trató de aprobar una ley sobre el suffragium de los itálicos incorporados a la ciudadanía ex lege Iulia y, posiblemente, una medida similar aplicable a los libertos. La violencia desatada entre los proponentes y adversarios de ambas leyes trató de ser atajada por los cónsules proclamando una suspensión de las actividades legislativas, cuya naturaleza ha sido ampliamente discutida debida a la discrepancia en las fuentes, aunque parece más probable que se tratara más de feriae imperativae que de un iustitium. Cuando, en un asamblea junto al templo de Cástor y Pólux, Sulpicio solicitó la reanudación de la actividad legal, la contio degeneró en pelea abierta, provocando, entre otras, la muerte de Quinto Pompeyo Rufo, hijo de uno de los cónsules y yerno del otro, y la retirada de ambos magistrados. Sila se refugió, voluntaria o forzadamente, en la cercana casa de Mario, donde se discutió la situación creada y se llegó a algún tipo de acuerdo, porque Sila regresó a la Asamblea, anuló las feriae, y marchó a Capua para embarcarse rumbo a Asia.

No había llegado Sila a esta ciudad de la Campania cuando Sulpicio Rufo propuso entregar el mando de la guerra contra Mitrídates a Mario. La reacción de Sila ante el decreto popular que lo relevaba del mando es uno de los hitos decisivos en la historia de la República romana. Sorprendido por la fatídica noticia, su resolución fue tan rápida como drástica. Buen conocedor de la psicología del ejército, bastó que, al transmitir el decreto a la tropa, añadiera que, seguramente, Mario conduciría a Oriente sus propias fuerzas, privándoles a ellos de la gloria y riquezas que les aguardaban, para que la indignación prendiera en los soldados, que exigieron ser conducidos contra Roma. Naturalmente era lo que esperaba Sila. Los tribunos enviados por Mario fueron lapidados, y el cónsul aceptó ponerse al frente de las tropas, camino de la Urbe. Ninguno de los oficiales, a excepción de un cuestor, secundó a Sila, pero sí, en cambio, su colega consular Quinto Pompeyo Rufo, que se había reunido con él.

Por primera vez en la historia de Roma, un magistrado introducía el factor del ejército en la política interior, que, en adelante, ya nunca podrá liberarse de la amenaza de un golpe de estado militar. El creciente deterioro y las continuas agresiones populares a la constitución -incluido, por supuesto, el decreto de Sulpicio contra Sila, que interfería una decisión senatorial- finalmente habían llevado a la situación límite de una implantación de la ley del más fuerte. Desde el golpe de estado de Sila, la constitución republicana quedaba reducida a una farsa legal, y su vigencia, sujeta a las modificaciones y caprichos de cualquier eventual imitador del proceder silano. En todo caso, que Sila actuaba oficialmente en defensa de la legalidad vigente, pretendiendo apuntalar la declinante res publica mediante la restauración del régimen senatorial, lo prueba su posterior línea de reformas. Pero, paradójicamente, estuvo obligado por las circunstancias a apoyar su vigencia en las mismas causas que precipitaban su destrucción.

Dos pretores, enviados desde Roma, intentaron disuadir al general de sus propósitos, con los mismos resultados negativos que una comisión senatorial, cuando alcanzó a las puertas de la Urbe. Mario, Sulpicio y sus seguidores sabían imposible organizar la defensa contra las seis legiones que, desde tres puntos distintos, se cerraron sobre Roma. Tras un breve asedio, Sila franqueó las murallas de Roma, entrando en la Urbe al frente de su ejército, cometiendo así una terrible falta religiosa: la violación del pomerium. Sólo la plebe urbana del Esquilino hostigó a las tropas silanas con piedras y tejas desde las azoteas. Sila eliminó esta pintoresca resistencia por el expeditivo recurso de mandar incendiar las casas, mientras sus más comprometidos adversarios buscaban en la huida su única salvación.

Antes de marchar, Sila publicó una lista de enemigos del Estado (en la que figuraban Mario y Sulpicio Rufo), y promovió una serie de leyes para neutralizar los elementos de donde había partido la acción antisenatorial de los populares, es decir, los comicios por tribus y el tribunado de la plebe. La lex Cornelia Pompeia de comitiis centuariatis e de tribunicia potestate anuló la capacidad legislativa de los concilia plebis (a los que había sido transferida) limitó la capacidad de los tribunos de la plebe para vetar una ley emanada del Senado y exigió la previa autorización del mismo a toda propuesta de ley. Se restablecía asimismo el viejo sistema serviano de los comitia centuriata, que tendrían preferencia sobre los comitia tributa (utilizados por los tribunos de la plebe para promulgar leyes) en la votación de cualquier ley.

Dejando Roma "segura" bajo el consulado del popular Lucio Cornelio Cinna y del aristócrata Gneo Octavio, Sila partió contra Mitrídates. Su larga ausencia seria, sin embargo, aprovechada pronto por los populares para retomar el poder y llevar a cabo una crudelísima venganza en que la sangre corrió a raudales (verano de 87 a. C.).

Estalló de nuevo la guerra entre populares (con Cinna al mando) y conservadores (con Octavio al frente). Mario volvió del exilio en África junto con su hijo (Mario el joven), acompañado de un ejército que había logrado reunir allí. Dicho ejército se unió a las fuerzas de Cinna para derrotar a Octavio. En este momento Mario entró en Roma y, siguiendo sus órdenes, sus soldados comenzaron a ejecutar a los partidarios de Sila, incluyendo a Octavio. La matanza conmocionó a Roma, y al parecer sólo entre las filas de los nobiles hubo 100 muertos. Sus cabezas fueron expuestas en el Foro.

Cinco días después, Quinto Sertorio ordenó a sus tropas (mucho más disciplinadas que las de Mario, que se habían reclutado entre gladiadores, esclavos y demás) aniquilar los libertos responsables de las atrocidades, acción que Mario se tomó con sorprendente calma. El Senado, ahora en control de los populares dictó una orden exiliando a Sila, y Mario fue nombrado nuevo general para la guerra en el este. Cinna, por su parte, fue elegido para un segundo consulado, y Mario para un séptimo. Sin embargo, poco más de un mes después de su vuelta a Roma, a los 17 días de acceder al consulado, Mario murió repentinamente, a la edad de 71 años.

La Primera Guerra Mitridática:

Tras su desembarco en Dirraquio, entre los años 87 a. C. y 83 a. C., Sila luchó contra las fuerzas de Mitrídates en Grecia, dirigidas por Arquelao. Desde los primeros momentos, pese a la inferioridad numérica de sus efectivos, la ausencia de una potente flota y la falta de dinero, los romanos actuaron con energía en Grecia, sumada a la causa del rey del Ponto. Brutio Sura, el eficaz legatus del gobernador de Macedonia, había tenido cierto éxito impidiendo el avance de las tropas pónticas, e incluso les había derrotado en campo abiero en el norte de Grecia. Más tarde, Sura se enfrentó de nuevo con ellas en varias ocasiones en los alrededores de Queronea, aunque la llegada de refuerzos pónticos le obligó a retirarse. Esto sucedió justamente cuando la vanguardía del ejército de Sila desembarcaba en el Epiro. Sura recibió la orden de regresar a Macedonia.

Sin ninguna clase de apoyo del gobierno de Roma, la campaña de Sila en Grecia estuvo caracterizada por la doble lucha contra el enemigo y la penuria. La falta de dinero se suplió mediante el saqueo de los tesoros de los diversos templos griegos, especialmente el del más rico de todos: el santuario de Delfos, al que envió a un amigo suyo, Cafis el focio, para incautar sus riquezas. No obstante, la mayor fuente de quebraderos de cabeza para Sila fue su propio ejército, donde los problemas con los soldados parece que fueron superiores a los habituales en la época. Dado que la moral de sus tropas al llegar a Grecia era muy baja, Sila empleó cualquier ocasión imaginable para ejercitarlas, de tal modo que al comienzo de la campaña en Italia, las legiones a su mando mostraban una excelente disciplina. Entretanto, su lugarteniente Lucio Licinio Luculo también fue enviado a requisar barcos y dinero en distintos puertos del Levante mediterráneo.

Sila emprendió el asedio de Atenas y El Pireo, gobernadas por el tirano Aristón, una marioneta del rey del Ponto. La política de tierra quemada llevada a cabo por Aristón y la consiguiente carencia de madera para construir máquinas de asedio llevó a Sila a ordenar talar todos los árboles en cien millas a la redonda, quedando el Ática arrasada. Entre los árboles talados se encontraron los centenarios de la celebérrima Academia, a cuya sombra se pasearan Platón y tantos otros filósofos de renombre. El cerco quedó completado, y a pesar de varios intentos de romper el asedio, ambas partes se sentaron a esperar. Pronto el campamento de Sila empezó a llenarse con sus partidarios, huidos de las matanzas de los populares en Roma.

Durante este durísimo cerco, el romano habría contraído la sarna en las condiciones antihigiénicas de su campamento. Esta enfermedad provocada por un ácaro produce incesantes picores y ronchas o pústulas. Al rascarse continuamente, la delicada piel blanquísima de Sila quedó irreparablemente dañada, resultando en las ronchas que desfigurarían su palidez el resto de su vida y que le valieron la siguiente chanza de los atenienses:

Si una mora amasares con la harina,
tendrás de Sila entonces el retrato.
Así, Sila se habría vengado de estos padecimientos sufridos por él y sus hombres con el terrible saqueo a que sometió a la metrópolis. Tras el largo sitio, una mina provocó el derrumbe de un lienzo de muralla al sudeste de la ciudad, entre las puertas Sagrada y Piraeica, y Atenas fue expugnada el 1 de marzo del año 86. Según Plutarco:[9]

...el mismo Sila (...) entró a la medianoche, causando terror y espanto con el sonido de los clarines y de una infinidad de trompetas y con la gritería y algazara de los soldados, a los que dio entera libertad para el robo y la matanza: así, corriendo por las calles, con las espadas desenvainadas, es indecible cuánto fue el número de los muertos...


En un principio Sila tuvo tentaciones de arrasar la ciudad para escarmentar a los griegos, como hiciera Lucio Mummio en Corinto (146 a. C.), pero luego, atendiendo a la razón, acató la fama universal de Atenas como un título que daba a esta ciudad el derecho a ser respetada. Plutarco hace aparecer al gran romano como un heleno, en el momento en que se decide a perdonar a los vivos por respeto a los muertos. Más tarde, pudo invocar entre los más grandes logros de su dicha el de haber sido clemente con Atenas.

El tirano Aristón escapó por mar a través del Pireo, para unirse a las fuerzas pónticas conducidas por Taxiles. Antes de internarse en Beocia para interceptar a estos ejércitos enemigos que se aproximaban desde el norte, Sila ordenó desmantelar los Muros Largos y destruir las fortificaciones y el grandioso arsenal del Pireo, que fue incendiado para evitar que la flota del Ponto desembarcara un ejército a sus espaldas.

La batalla de Queronea:

Sila no perdió el tiempo y ocupó una colina llamada Filoboeto, que nacía en las estribaciones del Monte Parnaso. Desde allí dominaba la llanura de Elatea y disponía de madera y agua en abundancia. El ejército de Arquelao, comandado realmente por Taxiles debía avanzar desde el norte por un valle hasta Queronea. Con 110.000 hombres y 90 carros de guerra, triplicaba, como mínimo, a los efectivos silanos. Arquelao era partidario de desgastar lentamente a los romanos, pero Taxiles tenía órdenes de Mitrídates para atacar inmediatamente. Entretanto, Sila empleo a sus hombres en la excavación de una serie de trincheras para proteger sus flancos contra posibles maniobras y levantar empalizadas en el frente. A continuación ocupó la ciudad en ruinas de Parapotamos, una posición inexpugnable que dominaba los vados de la calzada que conducía a Queronea. Entonces fingió una retirada, abandonando los vados y se atrincheró en la empalizada y las trincheras. Tras éstas estaba preparada la artillería de campaña que ya había sido empleada en el asedio de Atenas. Arquelao avanzó a través de los vados y trató de flanquear a las fuerzas silanas con su caballería, pero sólo logró ser rechazado por las legiones formadas en cuadro y sumir el ala derecha de su ejército en la confusión. Los carros de Arquelao cargaron contra el centro romano y se hicieron añicos contra las trincheras romanas. Entonces, los caballos liberados de sus bridas y enloquecidos por las flechas y jabalinas, retrocedieron a través de las falangras griegas creando más confusión. Éstas cargaron, pero tampoco pudieron superar las defensas romanas y sufrieron fuertes bajas bajo el fuego de la artillería romana.

En vista del fracaso, Arquelao trató de lanzar su ala derecha contra la desprotegida izquierda romana. Sila, apercibiéndose de la peligrosa maniobra, corrió en auxilio de sus hombres desde el flanco derecho. Sila resistió los asaltos pontideos, hasta que Arquelao decidió traer más tropas desde su ala derecha. Esto desestabilizó la línea de combate póntica y debilitó su flanco derecho. Sila retornó a su ala derecha y ordenó avanzar a todas sus fuerzas. Con el apoyo de la caballería, las legiones de Sila hicieron añicos a las fuerzas de Arquelao. La matanza fue terrible, y según algunas fuentes sólo sobrevivieron 10.000 soldados de Mitrídates.

La batalla de Orcómenos:

Apoltronado en el poder en Roma, Cinna mandó a Lucio Valerio Flaco al frente de dos legiones a fines del 86. Mientras Sila concluía el sitio de Atenas, el ejército de Flaco desembarcó en el Epiro; la misión de esas fuerzas era combatir a Mitrídates, no a Sila, lo que queda patente por el hecho de que, cruzándose ambos ejércitos a pocas millas de distancia, no se enfrentaron entre sí. Sin embargo, Sila animó a sus hombres a sembrar la disensión en el ejército de Flaco, que empezó a sufrir deserciones. Alejándose de los silanos, Flaco fue a combatir a Mitrídates a la región de los Estrechos (el Helesponto y el Bósforo).

Entretanto Sila hubo de hacer frente a nuevo ejército póntico. Como campo de batalla escogió Orcómenos, una zona pantanosa en las llanuras de Beocia. No sólo era el lugar ideal por su estrechez para que un ejército inferior plantara cara a uno numéricamente muy superior, debido a sus defensas naturales, sino que también era el terreno propicio para que Sila organizara nuevas trincheras y empalizadas. En esta ocasión las fuerzas del Ponto excedían los 150.000 hombres que acamparon con gran ajetreo enfrente mismo de los romanos, junto a las lagunas de Orcómenos.

Tan pronto amaneció, Arquelao se dio cuenta de la trampa que Sila le había preparado. El romano no se había limitado a cavar tincheras, sino también diques fácilmente defendibles, que pronto se convirtieron en un muro que iba aprisionando el campamento de Arquelao. Las fuerzas del Ponto intentaron salir sin éxito, y los diques avanzaron más sobre el campamento póntico, que cada vez estaba más acorralado. El segundo día, Arquelao, determinado a escapar de las redes de Sila, lanzó todo su ejército sobre los romanos, que empezaron a retroceder. Sin embargo, la presión provocó que los legionarios acabaran tan juntos entre sí que formaron una barrera impenetrable de espadas y escudos que avanzó sobre el campo de batalla como un puño blindado, haciendo trizas la línea de combate de Arquelao y tomando a viva fuerza el campamento. Las fuerzas del Ponto se desbandaron, y la batalla se convirtió en una inmensa matanza.

Plutarco hace notar que dos siglos después de la batalla, aún se encontraban armas y armaduras enterradas en el cieno a las orillas de las lagunas de Orcómenos.

Fimbria y la Paz de Dárdano:

El segundo al mando de Valerio Flaco, el legado Cayo Flavio Fimbria, era un individuo nombrado a dedo por Cinna para tener contentos a sus partidarios, conocido por su carácter ruin y pendenciero. Mientras se hallaba acantonado en Nicomedia (Bitinia), y aprovechando que Flaco estaba visitando la cercana Calcedonia, Fimbria empezó a agitar a los soldados descontentos por la dureza de la campaña, y a través de la demagogia logró que se amotinaran y asesinaran a Flaco en cuanto éste retornó. Asumiendo el mando del ejército, Fimbria se lanzó sobre Mitrídates con gran éxito, y tras vencer a los restos de sus fuerzas en Eolia logró atraparlo en la ciudad de Pitane. De haber tenido la colaboración de la flota que Lúculo había reunido para Sila, la captura del rey del Ponto hubiera sido casi segura. Pero como no la tuvo, la flota póntica rescató a su monarca.

A pesar de estos éxitos militares, Fimbria sometió a los habitantes de la provincia romana de Asia a terribles saqueos, torturas y arbitrariedades, con lo cual se alzaron en armas contra él, alineándose con Sila. Tras haber logrado entrar en Ilión (Troya) proclamando que, como romano, era amigo y aliado de esta ciudad, mató a todos sus habitantes, robó todo lo que se podía transportar, y redujo la urbe a cenizas.

Para poder hacer frente a Fimbria, Sila negoció una salida rápida a la guerra con el Ponto. Mitrídates aceptó un acuerdo de paz bastante favorable para lo que acostumbraban los romanos, la llamada Paz de Dárdano, en Agosto del año 85 a. C.; en ella, el rey del Ponto se comprometía a retirarse de Europa y los territorios romanos de Asia Menor, renunciando a todas sus conquistas, a su flota, que debía ceder a los romanos, y comprometiéndose a pagar una indemnización de 3.000 talentos. El cumplimiento de las claúsulas quedó a cargo del propretor Lucio Licinio Murena, que tendría que enfrentarse a Mitrídates en una segunda guerra (83 a. C. - 82 a. C.), interrumpida por orden de Sila, que procedió a la reorganización de las provincias de Grecia y Asia, bajo durísimos dictados para sus habitantes.

Una vez libre del problema de Mitrídates, Sila salió en busca de Fimbria; el encuentro tuvo lugar en Tiatira y tras lo que parece que fue un intento de negociación, ambas partes se prepararon para el encuentro armado, pero Fimbria, atrapado entre la baja moral de sus tropas y la superioridad numérica de Sila, se suicidó cuando sus tropas desertaron en masa, añadiendo así otro hito a la felicitas o buena suerte de Sila. Aunque nada impedía ahora al regreso a Roma, Sila dedicó algún tiempo en Asia y Atenas a la reorganización de la provincia, esperando que el destino le señalase la mejor oportunidad para volver.

La guerra civil:

En Roma la situación no podía ser peor para el ausente Sila: el gobierno que había creado ya no existía y él mismo había sido condenado a muerte in absentia, mientras sus propiedades eran arrasadas y su familia (gracias a la cual había aumentado su poder, ya que su mujer, Cecilia Metela, pertenecía a la influyente familia de los Metelli), así como sus amigos, clientes y partidarios, se veían forzados a huir.

La muerte de Cinna durante un motín militar fue el comienzo del fin del régimen: las fuerzas cohesionadas por su persona comenzaron a disgregarse y el creciente malestar lanzó a muchos a los brazos de Sila. El Senado trata de negociar con Sila, pero ante su negativa los populares levantan un ejército. Según Apiano, Sila comenzó a enviar tropas a Italia una vez que le alcanzaron las noticias de la muerte de Cinna y los disturbios subsiguientes, pero para ese momento, Metelo se había ya sublevado en África, Craso estaba reclutando tropas entre su clientela hispánica y Pompeyo hacía lo mismo en el Piceno. Considerando la baja moral de sus tropas, y el cansancio de la población tras tantos años de guerras, la República estaba condenada: muchos de sus líderes así lo comprendieron y cambiaron de bando antes de que fuera demasiado tarde.

En este estado de cosas, en la primavera del año 83 a. C., Sila desembarcaba en Brundisium, con su pequeño curtido ejército de 40.000 hombres. Frente a sí encontró un ejército comandado por Papirio Carbón y Mario el Joven, sucesores de Cinna. Los encarnizados combates que tuvieron lugar el verano del 83, la primavera y el verano del 82, pueden ser considerados la primera guerra civil entre romanos. Según los distintos autores, se habla ya de 50.000, ya de 70.000 muertos entre los dos ejércitos. Tres fueron las grandes victorias de Sila: la del monte Tifata sobre Cayo Norbano Balbo (83), la de Sacriportus, sobre Cayo Mario, hijo, (82) y, sobre todo, la de Porta Collina (1 de noviembre del 82), junto a los muros de Roma.

En esta última, Sila capturó a 12.000 populares, que fueron recluidos en el Campo Marcio. 3.000 de ellos fueron ejecutados el 2 de noviembre, a pesar de que imploraron en vano la piedad de su engañosa mano. Sus terribles gritos y lamentos llegaron a los oídos de toda la aterrorizada ciudad, y del Senado reunido. Sila se sonrió ante los gestos de terror de los senadores, y dijo que estuvieran tranquilos, que sólo estaba castigando a unos golfos.

Pero fuera de la Urbe los silanos tuvieron que someter aún, en los siguientes meses, algunas ciudades de Italia como Praeneste (donde el hijo de Mario se había refugiado) o Volterra (en Etruria, que se defendió con éxito hasta el 79). Tras la toma de la primera, 5.000 prenestinos, a quienes Publio Cetego había dado esperanzas de salvación, fueron llevados fuera de los muros de su ciudad, y aunque habían arrojado las armas y se habían postrado a los pies de Sila, éste ordenó inmediatamente que fueran muertos y sus cadáveres esparcidos por los campos.

Mientras, Pompeyo hacía lo propio en Sicilia y África.

La dictadura de Sila:

La victoria de Lucio Cornelio Sila fue seguida de su dictadura ilimitada. Cuando convocó una reunión del Senado en el Templo de Bellona, a los pocos días de su entrada en Roma, sus poderes se limitaban al mando proconsular de sus tropas. Desde un punto de vista formal, el gobierno legítimo de Roma recaía únicamente en los cónsules, uno de los cuales, Papirio Carbón, había huido a África, y el otro, el joven Mario, se había suicidado asediado en Preneste. Así pues, no había cónsules y Roma, sin gobierno legal, estaba de hecho bajo control de un procónsul formalmente declarado hostis rei publicae, y que, a falta de una derogación oficial, seguía siéndolo.

A falta de cónsules, el Senado, siguiendo la tradición, nombró un interrex, que convocara y presidiera las elecciones de nuevos magistrados. La elección recayó en el princeps Senatus Lucio Valerio Flaco. Con todo el poder concentrado en las manos de Sila, nada podía ahora oponerse a su voluntad. Se hubiera esperado que el vencedor pusiese de nuevo en marcha la máquina del Estado mediante la convocatoria de elecciones, y que él mismo, como antes Cinna, invistiera el consulado. Pero Sila tenía la voluntad de emprender, desde la base de su poder, una tentativa de reordenamiento y reforma de la declinante República, ya que las instituciones tradicionales se evidenciaban insuficientes para tal acción. Era necesario un poder extraordinario por encima del aparato de Estado, y Sila creyó encontrarlo (supuesto su respeto, a pesar de todo, a las formas constitucionales), en una vieja magistratura de carácter extraordinario, que, aunque reconocida en la constitución, había caído en el olvido desde el 216 a. C.: la dictadura.

El interrex Valerio Flaco recibió una carta de Sila, en la que éste le sugería que, dada la situación, se hacía necesario elegir a un dictador por un plazo de tiempo no determinado, pero tan largo como fuera necesario, para restaurar el orden gubernamental destruido por la guerra civil. En esta carta, Sila se nombraba a sí mismo como el mejor hombre para el puesto y declaraba estar dispuesto para ser elegido. Flaco propuso al pueblo, en consecuencia, la lex Valeria de Sulla dictatore (diciembre del 82 a. C.), para nombrar a Sila dictator legibus scribundis et rei publicae constituendae, es decir, dictador para la promulgación de leyes y para la organización del Estado. Los comicios centuriados aprobaron la ley, y el Senado la ratificó.

No obstante esta cobertura legal, la dictadura silana apenas tenía algo en común con la vieja magistratura romana. Los seis meses que la tradición imponía como duración máxima se convertían en un plazo indefinido (aunque no vitalicio), y sus prerrogativas en ilimitadas, con lo que a efectos prácticos se convertía en una monarquía sin corona. Sin embargo, la falta de limitación de tiempo exigida por Sila no significaba un intento de institucionalizar la excepción; la propia evolución de su gestión indica que el dictador sólo deseaba ser tal mientras fuera necesario.

Aunque sólo fuera en la forma y, especialmente, por las intenciones de la restauración de la legalidad republicana, era preciso respetar las instituciones tradicionales. Por ello, poco después de investir la dictadura, y prescindiendo de la prerrogativa que le autorizaba a designar los cónsules, Sila convocó a los comicios centuriados para su elección. Por supuesto, el resultado dio la victoria a los candidatos de Sila, dos de sus oficiales: Cneo Cornelio Dolabela y Marco Tulio Decula.

Sólo entonces celebró su impresionante triunfo por la victoria sobre Mitrídates, que duró dos días completos, el 29 y el 30 de enero del 81. Votado y financiado por el Senado, fue el más fastuoso que conociera la Ciudad hasta entonces. En el primer día se exhibieron los cuadros, inscripciones y objetos que representaban las campañas griegas y asiáticas, así como el botín obtenido, destacando las 15.000 libras de oro y 115.000 de plata. El segundo día se celebró el cortejo que precedía a la cuádriga de Sila, rodeada de todos los grandes personajes de Estado que le debían su regreso a Roma.

Poco más tarde se añadiría, con el complaciente asentimiento de la asamblea popular, el sobrenombre oficial de Felix y otros honores, rodeándose de un boato fastuoso, acompañado de 24 lictores (los cónsules sólo tenían derecho a 12). El culto a la personalidad servía tanto para satisfacer su vanidad personal, como para apuntalar al Estado, al prestigiar y envolver con carácter sobrehumano a quien pretendía una restauración de la res publica. Una propaganda bien orquestada, sobre todo con las acuñaciones de moneda, presentaba a Sila como líder elegido por los dioses, salvador y vencedor, nuevo fundador de Roma.

Las proscripciones:

El régimen de Sila se apoyó sobre el terror y, en concreto, en la brutal política represiva de las proscripciones. El día de su entrada en Roma, 2 de noviembre, Sila reunió al Senado para conseguir la ratificación de sus actos realizados como procónsul, pero no logró obtener de los patres los medios legales de practicar una depuración. Al día siguiente, 3 de noviembre, reunió los comicios y profirió terribles amenazas contra sus enemigos. Luego mostró públicamente la proscripción de 80 senadores y de 440 caballeros. Por no haber recibido del Senado el derecho legal de eliminar a sus adversarios, Sila inventaba un medio nuevo de depuración, la proscripción, según él, una purga controlada para evitar mayores matanzas.

El 4 de noviembre se hizo público -proscribere a significa a la vez publicar y proscribir-, un edicto proconsular que comenzaba justificando las medidas tomadas, antes de ennumerarlas: se prohibía proporcionar asilo y ayuda a los individuos que figuraran en la lista, so pena de muerte, y recompensaba con 40.000 sestercios (10.000 denarios) al denunciante y al asesino de un proscrito, prometiendo además la emancipación si el mismo era un esclavo. Los proscritos serían privados de sus tierras y fortunas. Al final venía una lista de 80 nombres pertenecientes al rango senatorial, todos ellos partidarios y antiguos magistrados de Mario y de Cinna. Apareció una segunda lista al día siguiente, que contenía 220 nombres de caballeros. Y al día siguiente, una tercera y última con 220 nombres más. Había comenzado ya la caza de los proscritos, avivada por el espíritu de venganza y la codicia por las recompensas.

En cuanto a los ciudadanos marianistas que no pertenecían ni al orden senatorial ni al de los caballeros, se emprendieron contra ellos diligencias judiciales. La lex Cornelia de proscriptione, una ley con carácter retroactivo que permitía la ejecución sumaria y el asesinato impune de cualquier romano o itálico sospechoso de haber colaborado con el regnum cinnanum, vino a retomar las listas publicadas. La ley precisaba las condiciones de confiscación y venta en pública subasta de los bienes de los proscritos, así como los tratamientos reservados a sus descendientes, que perdían el derecho de residencia y la ciudadanía romana, no pudiendo así acceder a cualquier cargo público.

Tito Livio afirma que con las ventas de bienes confiscados el Tesoro público llenó sus arcas con 350 millones de sestercios. Sin embargo, los más beneficiados fueron los asesinos, el propio Sila y sus allegados, que se hacían adjudicar propiedades a precios ridículos. Craso amasó gracias a las expropiaciones de los bienes de los proscritos una gran fortuna. Además, los esclavos de dichos proscripti se convirtieron en libertos al servicio de Sila: los Cornelii, en número de 10.000, que actuaron, además de como ejército privado y guardia del dictador, como una verdadera policía política. Las fuentes hablan de numerosas matanzas, crímenes y venganzas cometidos por secuaces de Sila al amparo de la lex de proscriptione. Su régimen no perdonó ni a los muertos, ya que las cenizas de Cayo Mario fueron exhumadas y arrojadas al Anio. En total, se puede hablar de 80 senadores, 1.600 caballeros y 4.700 ciudadanos muertos o exiliados a lo largo de la dictadura silana, una cifra muy inferior a las que indican las fuentes antisilanas y algunos autores modernos.

Las matanzas cesaron oficialmente el 1 de junio del 81 a. C., pero la posterior lex de maiestate permitió ulteriores ejecuciones. Se consideraba como delito de maiestate el reclutamiento ilegal de tropas, el inicio de hostilidades sin autorización del Senado, la entrada de un magistrado proconsular con sus tropas en Italia (se determina el cauce de los ríos Arno y Rubicón como frontera de Italia), la invasión de una provincia con tropas de otra provincia, el abandono del gobierno provincial antes de la llegada de un nuevo gobernador, o la entrada con tropas en un reino aliado. El gobernador acusado de maiestate podía ser condenado con la pérdida de ciudadanía y un exilio permanente.

La proscripción no afectó sólo a Roma: los itálicos que apoyaron a los cinnanos fueron brutalmente reprimidos y castigados. Las tierras de los samnitas, devastadas; ciudades etruscas que habían apoyado a Papirio Carbón, como Volaterra, Arretium y Faesulae, perdieron sus tierras, que fueron repartidos entre los veteranos de Sila, fundándose colonias militares.

La legislación silana:

Al mismo tiempo, Sila emprendió una serie de reformas institucionales y políticas para restaurar el Estado y promulgar leyes. Profundamente conservadoras por un lado, no estuvieron exentas de un espíritu de concordia, en especial al tratar la integración de los itálicos en las instituciones romanas.

Primero, para devolver al Senado la autoridad absoluta (perdida durante el mandato de los populares), Sila efectuó una lectio Senatus en el año 81, elevando el disminuido número de senadores (Sila había hecho matar a 90 senadores y 15 consulares) de los 300 habituales a 600, con la inclusión de la élite de los caballeros (cuyo ordo quedó así muy mermado), incluidos los itálicos. La lista senatorial fue completada con algunos oficiales del ejército de Sila en Oriente (Lúculo, por ejemplo), y se aceleró el ritmo de ingreso: los 20 cuestores entraban a formar parte del Senado, renovándose de este modo las bajas producidas por muerte natural y haciendo inútil el ejercicio de la censura.

Por otra parte, merced a la lex Cornelia iudiciaria, los patres monopolizaron los tribunales de justicia, que desde Cayo Graco eran monopolio de los equites. Ninguna rogatio podía ser sometida a los comicios sin su acuerdo previo (lo que suponía la abrogación de la lex Hortensia del 287 a. C.).

Las magistraturas también fueron reformadas: mediante una lex Cornelia de magistratibus , Sila precisaba el orden de las magistraturas del cursus honorum, la edad mínima para acceder a ellas y el intervalo temporal entre un cargo y el siguiente. El número de titulares fue aumentado y las magistraturas cum imperium limitadas a Italia fueron privadas del imperium militiae.

Pero la institución más perjudicada fue, sin duda, el tribunado de la plebe, profundamente debilitado por la lex Cornelia de tribunicia potestate. Perdía su capacidad legislativa, al no poder presentar propuestas de ley a la asamblea plebeya sin autorización previa del Senado; se excluía a los tribunos del acceso a cualquiera magistratura del cursus honorum, prohibiendo además que un tribuno de la plebe pudiera ser reelegido al finalizar su mandato; se privaba a la magistratura del derecho de veto (ius intercessionis), y únicamente se le permitía el ius auxilii, la facultad de proteger a un plebeyo contra los actos de un magistrado cum imperium.

Por medio de una lex Cornelia de provinciis ordinandis, Sila intentó proteger al Senado de la formación de facciones de poder duraderas en las provincias y de la amenaza de ejércitos provinciales (tal y como había hecho él mismo). Roma pasaba a tener diez provincias: Sicilia, Córcega y Cerdeña, Galia Cisalpina, Galia Transalpina, Hispania Citerior, Hispania Ulterior, Iliria, Macedonia, Acaya y Asia (además de Cilicia, que no sería constituida como provincia hasta el 63 a. C.). Estas provincias serían gobernadas por los dos cónsules y los ocho pretores al final de sus mandatos en Roma.

Sila perfeccionó el proceso penal, compilando un aúténtico código jurídico y puso las bases para las posteriores legislaciones de César y Augusto. Por último, distribuyó 120.000 veteranos en las tierras confiscadas de Etruria y Campania y limitó la autonomía de los municipios.

También redactó algunas leyes sobre aspectos menores de la constitución romana:

La lex Cornelia de sacerdotiis derogaba la lex Domitia del año 104 a. C., que establecía la elección en los comicios centuriados del pontifex maximus. El número de pontífices y augures pasó a ser de quince miembros, al igual que el de los decemviri sacris faciundis, ahora quindecemviri. Se restauraron varios templos, incluido el templo de Júpiter Máximo, incendiado en el 82 a. C. y se ofrecieron suntuosas fiestas públicas que, sin perder su carácter religioso, obedecían más bien a estrategias populistas. En medio de una de tales fiestas murió de enfermedad su esposa Cecilia Metela. Sila, por motivos religiosos, se vio obligado a repudiarla en el lecho de muerte, pero no reparó en gastos para honrar su memoria.
La lex Cornelia de adulteriis et pudecitia, contra la inmoralidad y a favor de la pureza del matrimonio.
La lex Cornelia sumptuaria, que, a imitación de la legislación precedente, intentaba poner límite al lujo de los banquetes y ceremonias públicas.
Una nueva lex frumentaria, que abolía los repartos de trigo subvencionado por el Estado que venían produciéndose desde tiempos de Cayo Graco. Éstos se habían convertido en un gasto muy oneroso para el erario público y en instrumento para el populismo y la compra de votos.
La lex Cornelia de novorum civium et libertinorum suffragiis manumitía a 10.000 esclavos, que adoptaron el nombre Cornelio, y los repartía entre las 35 tribus, concediéndoles la plena ciudadanía. Como ya se ha mencionado antes, estos nuevos ciudadanos actuaron como una guardia pretoriana al servicio del dictador.
Por último, amplió el pomerium (cosa que no se hacía desde tiempos del rey Servio Tulio) y dio una nueva escala a los monumentos, con lo que comenzó la gran arquitectura urbana romana.


Tras contraer matrimonio en condiciones muy románticas con una bella y jovencísima viuda, Valeria Mesala, hija del cónsul Marco Valerio Mesala Níger. Durante unos juegos gladiatorios, Valeria se sentó casualmente junto a Sila, "alargó hacia él la mano, y arrancando un hilacho de la toga se dirigió a su puesto. Volviéndose Sila a mirarla con aire de extrañeza, ella le dijo: "Nada hay de malo, ¡oh general!, sino que quiero yo también tener un poco de tu suerte". Oyólo Sila con gusto, y aún dejó ver claramente que le había hecho impresión, porque al punto se informó reservadamente de su nombre y averiguó su linaje y conducta. Siguiéronse después ojeadas de uno a otro, frecuente volver de cabeza, recíprocas sonrisas, y, por fin, palabra y conciertos matrimoniales, de parte de ella quizá no vituperables; pero para Sila, aunque se enlazó con una mujer púdica e ilustre, el origen de este enlace no fue modesto ni decente, dando lugar a que se dijese que se había dejado enredar, como un mozuelo, de una mirada y un cierto gracejo, de que suelen originarse las pasiones más desordenadas y vergonzosas".[10]

Fue con gran sorpresa que Sila renunció repentinamente a la dictadura y se retiró del poder, convirtiéndose en un simple privatus. La fecha en que Sila abdicó de la dictadura y volvió a la condición de privatus es objeto todavía de controversia y, en la práctica, ha sido datada en casi todas las ocasiones posibles. Son dos las propuestas con más posibilidades. Por un lado, autores como Ernst Badian sugieren que Sila se retiró paulatinamente, primero dejando la dictadura a fines de 81, invistiendo el consulado en 80, junto a Metelo Pío, y finalmente, privatus en el 79. Sin embargo, ya que Apiano afirma tajantemente que Sila aún era dictador cuando asumió el consulado, otros historiadores sitúan su renuncia a fines del año 79, coincidiendo con la término del año legal de mandato y la proclamación de los nuevos cónsules. Se ha tratado de conciliar ambas posturas sugiriendo que la abdicación de Sila ocurrió en algún momento del 80 —quizá en julio o agosto— pero antes de las elecciones consulares para el 79, fecha en la que ya fue un simple privatus.

Aunque la información de la que disponemos es superficial para intentar un juicio definitivo, la abdicación de todos los poderes públicos y retiro a la vida privada del dictador han suscitado las más diversas hipótesis. Por una parte, algunos investigadores consideran este retiro como la culminación natural y lógica de la obra silana de restauración del Estado, dejando camino libre a las instituciones ordinarias. Enfrentados a ellos, otros la suponen una salida obligada a la frustración de una pretendidaa monarquía, que no pudo cuajar o, cuanto menos, un retiro forzoso debido a un presunto fracaso de sus intentos de revitalizar la República.

En cualquier caso, Sila abdicó de todos sus poderes ante la asamblea popular, sin aceptar el proconsulado que le atribuía el gobierno de la Galia, manifestándose dispuesto a rendir cuentas de su gestión ante la opinión pública. Al no planteársele ninguna pregunta, despidió a los lictores y regresó a su casa como simple privatus. Según Plutarco:[11]

...hasta tal punto tenía más confianza en su fortuna que en sus propias acciones que, luego de haber matado a tantos y efectuado tantos trastornos y mudanzas en el Estado, renunció al poder, dejó al pueblo árbitro y dueño de sus comicios consulares y no participó en las elecciones, sino que paseaba por el Foro como simple ciudadano, exponiendo su persona a los atropellamientos e insultos.
Se instaló en una villa de Puteoli, en Campania cerca de la perteneciente a Cayo Mario, la cual vendió a un precio ridículamente bajo a su hija Cornelia. Allí escribió los 22 libros de sus Memorias (completadas más tarde por su liberto Cornelio Epicado) y regresó a las grandes fiestas y a las disolutas compañías que caracterizaron su juventud, dedicando su tiempo, en palabras de Plutarco, a beber con ellos y contender en bufonadas y chistes, haciendo cosas muy impropias de su vejez y que desdecían mucho de su autoridad. Y así permaneció, lúcido y jocoso, dirigiendo sus asuntos con la misma manera imperiosa y expédita de siempre, hasta el mismo día de su muerte. No tomó medidas especiales de protección, si es que no lo eran suficientes la liquidación de todos sus enemigos y el ejército en potencia de sus 120.000 veteranos fieles, algunos de los cuales estaban asentados en las proximidades de su retiro.

Sila falleció como consecuencia de una terrible enfermedad que, a tenor de lo descrito por Plutarco,[12] parece haber sido algún tipo de cáncer intestinal. Las palabras puestas por Salustio en boca de Sila diciendo que su vida podría estar pronta a extinguirse por la enfermedad[13] y el hecho de que Plutarco afirme que Sila conocía de antemano su propio fin[14] podrían aludir a que el dictador ya padecía la enfermedad desde el inicio mismo de su cursus honorum y que era perfectamente consciente de su gravedad.

Tras su muerte en el año 78 a. C. y, ante las dudas sobre qué hacer con su cuerpo, un grupo de sus veteranos lo cargó desde su villa privada hasta el Campo de Marte romano, donde construyeron una gran pira fúnebre en la cual incineraron el cadáver del dictador. Su epitafio, redactado por él mismo, venía a reducirse a que nadie le había superado ni en hacer bien a sus amigos ni mal a sus enemigos.

Marco Antonio

Marco Antonio, en latín Marcus Antonius[1] (Roma, circa 83 a. C. - Alejandría, 1 de agosto de 30 a. C.), fue un militar y político romano de la época final de la República, conocido también como Marco Antonio el Triunviro. Fue un importante colaborador de Julio César, como comandante militar y administrador, y tras el asesinato del mismo, en 44 a. C. se alió con Octaviano y Lépido para formar el Segundo Triunvirato. Éste se disolvió en el año 33 a. C. y, apartado Lépido de la escena, las disensiones entre Octaviano y Marco Antonio se trocaron en abierta guerra civil en el año 31 a. C.; Marco Antonio, aliado con la reina Cleopatra VII de Egipto, fue finalmente derrotado en la batalla de Accio en el año 30 a. C. De regreso a Alejandría, fue incapaz de hacer frente a las fuerzas de Augusto, suicidándose apenas un año después de su derrota naval.

Juventud de Marco Antonio:

Perteneciente a la familia de origen patricio de los Antonios (gens Antonia), Marco Antonio nació en Roma en torno al año 83 a. C. Su padre fue su tocayo Marco Antonio Crético (Marcus Antonius Creticus), hijo a su vez del orador Marco Antonio el Orador (Marcus Antonius Orator), quien fuera ejecutado por los partidarios de Cayo Mario en el 87 a. C.

Marco Antonio era sobrino lejano de Julio César por parte de su madre, Julia Caesaris. Su padre murió a una temprana edad, dejando a Marco Antonio, junto con sus hermanos Lucio y Cayo, al cuidado de su madre. Julia Antonia[2] se casó después con Publio Cornelio Léntulo Sura, un político acusado de estar involucrado en la conjura de Catilina (63 a. C.). Por este motivo Cicerón ordenó su ejecución, lo que originó la enemistad entre Antonio y el célebre orador.

La vida temprana de Marco Antonio se caracterizó por la falta de una adecuada orientación paterna. De acuerdo con historiadores como Plutarco, pasó sus años de adolescencia vagando por Roma con sus hermanos y amigos. Juntos se embarcaron en una clase de vida rebelde y despreocupada, frecuentando casas de apuestas, dándose a la bebida y viéndose involucrados en escándalos amorosos. Plutarco menciona el rumor de que antes de cumplir los veinte años de edad Antonio ya estaba endeudado, debiendo unos 250 talentos (6 millones de sestercios), aunque asumidos por su amigo Escribonio Curión. Asimismo, hacia el año 59 a. C. entró en contacto con el círculo del polémico Publio Clodio Pulcro y sus bandas callejeras.

Después de este periodo de imprudencias, Antonio huyó a Grecia hacia el año 58 a. C. para escapar de sus acreedores. Tras un breve periodo invertido en asistir a las clases de los filósofos en Atenas, donde aprendió retórica como solían hacer otros jóvenes nobles romanos de su época, fue convocado por Aulo Gabinio, procónsul de Siria, para participar en la campaña contra Aristóbulo de Judea, obteniendo su primera distinción militar por ser el primero en asaltar una fortificación judía. Posteriormente participó en la campaña militar de Gabinio en el 55 a. C. para restablecer en el trono de Egipto a Ptolomeo Auletes, en la cual demostró su talento como prefecto ecuestre (comandante de la caballería), destacando por su valentía y coraje en la toma de Pelusio. Fue en esta ocasión cuando conoció Egipto y Alejandría por primera vez.

Colaborador de César:

La guerra de las Galias y la guerra civil:

La influencia de Clodio y de Curión acercaron a Marco Antonio al partido de Julio César, rival de Pompeyo y del Senado romano. En el año 54 a. C. Marco Antonio entró a formar parte del mando del ejército de Julio César en las Galias, probando de nuevo su competente liderazgo militar en la guerra de las Galias y destacando en el doble asedio de Alesia, aunque su personalidad provocaba conflictos continuamente, donde quiera que fuese; César mismo llegó a decir que su conducta le hacía irritar frecuentemente.

Sin embargo, ascendido por la influencia de César a los cargos de cuestor (52 a. C.), augur (50 a. C.) y tribuno de la plebe (49 a. C.), siempre apoyó la causa de su protector con gran energía. Cuando los dos mandatos proconsulares de César expiraron (al cabo de 10 años), el general quiso retornar a Roma para las elecciones consulares. Pero la facción conservadora del Senado romano, liderada por Pompeyo, exigió a César que renunciara previamente a su proconsulado y a la dirección de su ejército antes de obtener el permiso para solicitar su reelección en el consulado. César no podía permitir esto, ya que pretendía continuar las acciones que iniciara en su mandato de procónsul; además, en ese caso, pasaría a ser (entre el final de su proconsulado y su segundo consulado) un ciudadano privado, lo cual podría dejarle a merced de las tropas de Pompeyo.

Antonio sugirió entonces que todos los comandantes que compartían el mismo imperium entregaran el mando, pero la idea fue rechazada, y cuando Antonio recurrió a las amenazas y a sembrar el descontento, fue finalmente expulsado del Senado. De esta forma, Antonio huyó de Roma, uniéndose a César, que había dejado su ejército acampado a orillas del Rubicón, el arroyo que marcaba el límite meridional de su autoridad proconsular. Con todas las esperanzas de hallar una solución pacífica desvanecidas tras la salida de Antonio del Senado, César usó como excusa la figura de Antonio como tribuno de la plebe, y por tanto intocable aun para el Senado, para ordenar el cruce del río y la marcha de su ejército hacia Roma, comenzando así la última guerra civil. Durante esta contienda, Antonio fue el segundo al mando de César; en todas las batallas contra los pompeyanos, Antonio dirigió el ala izquierda del ejército, prueba evidente de la confianza de César en él.

La dictadura de César:

Con César como dictador, Antonio fue nombrado magister equitum, siendo la mano derecha del dictador y permaneciendo como administrador de Italia (47 a. C.), mientras César luchaba contra los últimos pompeyanos, quienes se habían refugiado en África. Pero las habilidades de Antonio como administrador fueron un pobre reflejo de las que poseía como general, aferrándose a la oportunidad de satisfacer sus más extravagantes excesos (como la compañía de la actriz liberta Cytheris), que quedaron reflejados por Cicerón en sus Filípicas. En el año 46 a. C. Antonio se ofendió cuando César le insistió que pagara las propiedades de Pompeyo que Antonio había simulado comprar, ya que en verdad se había apropiado simplemente de ellas. Los problemas pronto surgieron y, como en otras ocasiones anteriores, Antonio recurrió de nuevo a la violencia: cientos de ciudadanos fueron asesinados, mientras la ciudad de Roma caía en un estado de anarquía. César mostró su gran disgusto por todo este asunto, y relevó a Antonio de todas sus responsabilidades políticas. Ambos dejaron de verse durante dos años, si bien el distanciamiento no fue muy continuado: Antonio se reunió con el dictador en Narbona (45 a. C.), rechazando la propuesta de Trebonio para que se uniera a la conspiración que ya estaba en marcha. La reconciliación definitiva llegó en el 44 a. C., cuando Antonio fue elegido colega de César durante el quinto consulado del dictador, como parte del incipiente plan de César para conquistar el Imperio Parto, dejando en Roma al nuevo y leal cónsul.

Los últimos días de César:

Cualesquiera que fuesen los problemas surgidos entre ellos, Antonio permaneció fiel a César en todo momento. En febrero del 44 a. C., durante las fiestas lupercales (15 de febrero), Antonio ofreció públicamente una diadema a César. Este hecho poseía un significado preciso: la diadema era un símbolo propio de un rey, y César, al rechazarla, demostraba que no estaba interesado en asumir el trono de Roma.

En los idus de marzo (15 de marzo) de ese mismo año, César fue asesinado por un grupo de senadores, liderados por Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto, mientras Antonio era entretenido en la habitación contigua. Bruto rechazó la sugerencia de Casio para acabar también con la vida de Antonio, alegando que su objetivo había sido librarse del dictador, mientras que acabar con un magistrado electo legítimamente significaría un varapalo para la causa republicana.

En el consiguiente alboroto que despertó este crimen en Roma, Antonio escapó de la ciudad vestido como un esclavo, temiendo que el asesinato del dictador fuera el inicio de un baño de sangre contra todos sus partidarios. Cuando comprobó que esto no sucedía, regresó a Roma, concertando una tregua con la facción de los asesinos. En ese momento Antonio, como cónsul restante nombrado para ese año, simuló perseguir la paz y el final de la tensión política, a la vez que trataba de afianzarse como líder del partido cesariano por encima de Lépido, cuyas tropas ocuparon el Foro el 16 de marzo. Tras un discurso de Cicerón pronunciado ante el Senado, reunido en el templo de Tellus a iniciativa de Antonio el día 17 de marzo, se concedió una amnistía a todos los conjurados, a la vez que se aprobaba un funeral en honor del dictador.

El día 20 de marzo aconteció el funeral de César, en el cual Antonio, como su fiel segundo en el mando, compañero, colega consular y pariente, fue el lógico elegido para recitar la elegía del funeral. Durante su discurso enumeró las gestas de César y las concesiones en su testamento en favor del pueblo romano, para acabar vertiendo sus acusaciones respecto al asesinato de César, afirmando así su distanciamiento con los conjurados. Mostrando un gran talento para la retórica y la interpretación dramática, Antonio asió la toga del cuerpo de César para mostrar a la muchedumbre las marcas de sus veintitrés heridas. De esta forma, esa misma noche el pueblo romano atacó las casas de los conjurados, obligándoles a huir para salvar sus vidas y lamentando no haber acabado con el cónsul.

La posición de Antonio se vio fortalecida hasta tal punto que Calpurnia, la viuda de César, llegó a hacerle entrega de los documentos personales del dictador y a confiarle la custodia de sus bienes, valorados en 4.000 talentos. También consiguió el apoyo de los veteranos de César tras viajar a Campania, donde habían sido asentados en premio a su lealtad tras las campañas cesarianas, y animarlos a defender la obra de César frente a sus enemigos. Rodeado así de una guardia de veteranos, Antonio obligó al Senado a entregarle la provincia de la Galia Cisalpina, que era en ese momento administrada por Décimo Junio Bruto Albino, uno de los conspiradores. Pretendía de esta forma trasladar las legiones allí establecidas hacia Macedonia para preparar un ataque contra el Imperio parto. Bruto rehusó entregar la provincia, por lo que Antonio se dispuso a atacarle en octubre del 44 a. C.

El Segundo Triunvirato:

Octavio y la guerra de Módena:

La muerte de César había dejado un gran vacío en la vida política de Roma. La República estaba agonizando, y de nuevo otra guerra civil había comenzado. Fue entonces cuando Cayo Octavio Turino, sobrino-nieto y a la vez hijo adoptivo de César, llegó en marzo a Brundisium desde Iliria, reclamando la herencia de su padre adoptivo, que consistía en tres cuartas partes de los bienes de César, según estipulaba en su último testamento. Tras rechazar los consejos de su madre y su padrastro Marcio Filipo para que rechazara la adopción y la herencia, Octavio obtuvo el apoyo del Senado romano y de Cicerón, a la vez que las tropas veteranas del dictador se reunieron en torno a su bandera. Octavio se mostraba así muy dispuesto a luchar por el poder con los otros principales aspirantes: Lépido y el propio Antonio.

Tras un primer encuentro amistoso con Antonio a finales de abril del 44 a. C. en Roma, en el cual Octavio le reprochó no haber perseguido a los conjurados, las desavenencias surgieron pronto cuando Octavio trató de atraerse a los veteranos campanienses. Antonio, quien se hallaba en Brundisium desde octubre para hacerse cargo de las legiones procedentes de Macedonia necesarias para atacar la Galia Cisalpina, comprendió el interés de su rival por desacreditarle ante las tropas, y regresó a Roma con una legión gala, sólo para comprobar que Octavio se le había adelantado marchando hacia la Cisalpina con dos legiones. En Mutina Antonio sitió a Décimo Bruto, si bien Octavio, en calidad de propretor, llegó en ayuda de los sitiados derrotando en abril del 43 a. C. a Antonio con la ayuda de los cónsules Aulo Hircio y Cayo Vibio Pansa. No obstante, la muerte de ambos cónsules en la batalla aumentó el recelo del Senado hacia Octavio, quien, irritado ante la negativa del Senado para concederle un triunfo y con el compromiso con Décimo Bruto para que mandase las tropas por encima de él, entró en Roma con ocho legiones bajo su mando, obligando al Senado a otorgarle el consulado (19 de agosto). Consiguió la promulgación de una lex curiata que confirmó la adopción que hiciera César, pasando Octavio a llamarse Cayo Julio César, mientras que sus rivales le conocieron desde ese momento por el hiriente diminutivo de Octaviano. Entre tanto, Décimo Bruto huyó en pos de Marco Bruto hacia Macedonia al comprender que no figuraba en los planes de Octaviano, siendo asesinado durante el viaje. Por su parte, Antonio escapó a la Galia Cisalpina, realizando un intercambio con Lépido y marchando hacia Roma con una gran fuerza de infantería y caballería.

El surgimiento del Segundo Triunvirato:

Ante el avance del ejército de Antonio, Octaviano traicionó finalmente al partido senatorial, consciente de que los asesinos de César esperaban en Macedonia una guerra en Italia para abalanzarse sobre el exhausto vencedor, por lo que llegó a un acuerdo con Antonio y Lépido. Los tres líderes se encontraron en Bononia el 11 de noviembre del 43 a. C., adoptando el título de Triumviri rei publicae constituendae[3] como gobernantes colegiados y aliados con potestad consular. La Galia Cisalpina fue adjudicada a Antonio, Hispania y la Galia Narbonense a Lépido, y África, Cerdeña y Sicilia, a Octaviano.

Los Triunviros para la organización del pueblo obtuvieron reconocimiento oficial mediante la Lex Titia, aprobada por la Asamblea el 23 de noviembre del 43 a. C., la cual otorgaba virtualmente todos los poderes a los triunviros durante un periodo de cinco años. Para fortalecer la alianza, Octaviano se casó con Clodia, la hijastra de Antonio. Necesitados de fondos para sufragar la guerra contra los conjurados, los triunviros comenzaron entonces a perseguir a la facción de los asesinos de César, que habían huido hacia el Este, así como a ejecutar a los partidarios de la conjura que aún permanecían en Roma, desencadenando una ola de terror en la ciudad el 1 de enero del año 42 a. C.: proscripciones, confiscaciones y ejecuciones se convirtieron en la norma general de aquellos días, siendo asesinados incluso algunos de los más nobles ciudadanos. Unos 2.000 caballeros y 160 senadores fueron ejecutados, siendo Cicerón la víctima más destacada en esta vorágine, pese al apoyo brindado a Octaviano, quien consintió su ejecución tras ser capturado al tratar de escapar. Antonio y su esposa Fulvia no perdonaron las acusaciones pasadas de Cicerón, vengándose con su cuerpo: sus manos y cabeza fueron enviadas a la Rostra, con su lengua atravesada por las horquillas doradas de Fulvia. Finalmente, tras la doble batalla de Filipos (libradas el 3 y el 23 de octubre del 42 a. C.) y el suicidio de Casio y Bruto, los partidos senatorial y republicano fueron aniquilados: nadie más debía desafiar el poder del Triunvirato.

El reparto del mundo romano y la guerra de Perusa:

Con el panorama militar y político aclarado, los triunviros dividieron el mundo romano entre ellos. Lépido tomó el control de las provincias occidentales, mientras Octaviano permaneció en Italia con la responsabilidad de asentar a los veteranos de guerra y proporcionarles tierras, una tarea fundamental ya que la lealtad de las legiones pasaba por cumplir este compromiso. Marco Antonio se dirigió a las provincias orientales, para pacificar otra revuelta acaecida en Judea, y con la idea de atacar al imperio parto, un plan ideado previamente por César. Durante su viaje a Oriente, se encontró con la reina Cleopatra VII de Egipto en Tarsos (41 a. C.), tras lo cual ambos se convirtieron en amantes. Antonio pasó el invierno de ese año en su compañía, en Alejandría.

Mientras tanto, en Italia la situación no estaba resuelta del todo. La administración de Octaviano no era satisfactoria, con el riesgo que existía de producirse una revuelta. Por otro lado, Octaviano se divorció de Clodia, la hijastra de Antonio, dándole la curiosa excusa de que le resultaba molesta. La líder de la revuelta en ciernes fue Fulvia, la esposa de Antonio, una mujer que figura en la Historia como de tempestuoso carácter y de gran ambición política. Temiendo por la posición política de su marido y disgustada por el tratamiento recibido por su hija, fue ayudada por su cuñado Lucio Antonio para reclutar ocho legiones con su propio patrimonio. Su ejército invadió Roma, llegando a ser un verdadero problema para Octaviano. Sin embargo, en el invierno del 41-40 a. C., Fulvia fue sitiada en Perusia, siendo obligada a rendirse por hambre. Fue entonces exiliada a Sición, en Grecia, donde enfermó y murió aguardando la vuelta de Antonio.

La muerte de Fulvia fue providencial, ya que la nueva reconciliación entre los triunviros fue en gran parte cimentada en el matrimonio de Antonio con Octavia, la hermana de Octaviano, en octubre del 40 a. C. Antonio se vio obligado a arreglar sus conflictos con Octavio casándose con ella. Octavia era una hermosa e inteligente mujer que había enviudado recientemente y tenía tres niños de su primera unión. El mundo romano fue nuevamente dividido, asignando esta vez África a Lépido, las provincias occidentales a Octaviano, y el Oriente a Antonio. Este pacto, conocido como el Tratado de Brundisium, reforzó el triunvirato, y permitió a Antonio empezar a preparar su tan ansiada campaña contra los partos.

Marco Antonio y Cleopatra:

El tratado de Tarento y la campaña parta:

Con este objetivo militar en mente, Antonio navegó hacia Grecia con su nueva esposa, donde allí se comportó de la manera más extravagante, asumiendo los atributos del dios Dioniso (39 a. C.). Pero la rebelión en Sicilia de Sexto Pompeyo, hijo de Pompeyo y último defensor de la causa de su padre, hizo que el ejército prometido a Antonio en su campaña oriental tuviera que permancer en Italia. Con sus planes de nuevo frustrados, Antonio y Octaviano se distanciaron de nuevo. Esta vez fue necesaria la ayuda de Octavia para firmar un nuevo tratado en Tarentum (38 a. C.), por el cual el triunvirato fue renovado de nuevo por un periodo de cinco años (finalizando así en el 33 a. C.), volviendo a prometer Octaviano el envío de nuevas legiones a Oriente.

Pero Antonio era escéptico en cuanto al apoyo de Octaviano en su campaña parta, de manera que, dejando a Octavia en Roma, embarazada de su segunda hija (Antonia Menor), navegó hacia Alejandría. Allí se reunió con su antigua amante Cleopatra, madre de sus dos hijos gemelos, quien le prestó el dinero necesario para reunir un ejército con el que emprender la campaña parta.

Tras reunir un importante ejército, estimado en unos 120.000 combatientes, Marco Antonio llevó a cabo el plan de ataque, que consistía en invadir el territorio parto, no directamente a través de Mesopotamia, sino internándose en Armenia siguiendo el Éufrates y pasando por Arzen, para someterla y contar así con la obligada ayuda del rey armenio Artavasdes. Sin embargo, Antonio cometió el error de no dejar guarniciones en el territorio armenio, ante lo cual Artavasdes cambió de bando cuando Antonio se dirigió a la capital de la Media Atropatene, Fraaspa (la actual Takht-i Suleiman). Los jinetes partos hostigaron las líneas de abastecimiento de Antonio, dejándole sin suministros y medios de asalto para las fortalezas que había de conquistar. Ante esta situación, Antonio decidió regresar a Siria siguiendo el río Aras a través de Armenia en pleno invierno, retirada que fue honrosamente cubierta por los honderos y los veteranos de su ejército, y que sufrieron muchas bajas por ello. En total Antonio perdió unos 30.000 hombres, la cuarta parte de todo su ejército, muchos de ellos veteranos difíciles de reemplazar.

El cisma entre los triunviros:

Mientras tanto, en Roma, el triunvirato estaba a punto de llegar a su fin. Lépido fue obligado a renunciar al cargo tras una maniobra política desafortunada, y Octaviano, solo ahora en el poder en Roma, se ocupó de poner a la tradicional aristocracia romana de su parte, contrayendo matrimonio con Livia.

Ante la petición de Antonio (recurriendo al tratado de Tarento) para que le suministrara veteranos de las legiones establecidas en la Galia tras las importantes bajas sufridas en la campaña parta, Octaviano vio por fin la oportunidad de dejar a su rival político en una difícil situación: accedió a devolverle la mitad de la flota que había precisado para vencer a los piratas de Sexto Pompeyo (una flota inútil para la campaña parta), y le envió tan sólo 2.000 veteranos, junto con Octavia. Al ver el escaso contingente enviado por Octaviano, Antonio comprendió que sus intenciones pasaban por iniciar un nuevo conflicto civil, por lo que aceptó las escasas tropas recibidas y repudió a su esposa, enviándola de vuelta a Roma.

De esta forma, Octaviano obtuvo la excusa que buscaba y que había provocado, y empezó a acusar a Antonio para así alejarlo cada vez más del poder político, argumentando que Antonio era un hombre de moral baja, y que había abandonado a su fiel esposa y a su hijos para estar con la promiscua reina de Egipto. Entre todas estas acusaciones, quizás la más grave a los ojos del pueblo fuera la de que Antonio se alejaba de las costumbres romanas y se inclinaba hacia los gustos orientales, un grave crimen para el orgulloso pueblo romano.

La campaña armenia y las donaciones de Alejandría:

En Oriente, y de nuevo con dinero egipcio, Antonio invadió Armenia en represalia por la deslealtad de Artavasdes, siendo esta vez una campaña victoriosa al capturar al rey armenio y anexionarse parte de su reino. A su regreso a Alejandría, realizó una parodia de triunfo por las calles alejandrinas, siendo considerada como una burla de la más importante celebración militar romana. Al final de este evento, la población entera de la ciudad fue convocada para escuchar una importante declaración política: rodeado por Cleopatra y sus hijos, Antonio proclamó que declaraba disuelta su alianza con Octaviano, a la vez que distribuía varios territorios entre sus hijos. Alejandro Helios fue nombrado rey de Armenia y de Partia (aún por conquistar), su gemela Cleopatra Selene obtuvo Cirenaica y Libia, y al joven Ptolomeo Filadelfo se le adjudicó Siria y Cilicia. En cuanto a Cleopatra, fue nombrada Reina de Reyes y Reina de Egipto y Chipre, gobernando junto a Cesarión (Ptolomeo César, hijo de Cleopatra y de César) como corregente y subordinado a su madre, y que fue también nombrado Rey de Reyes y Rey de Egipto, a la vez que se le anunciaba como el hijo y heredero legítimo de César. Estas proclamaciones fueron conocidas como las Donaciones de Alejandría, y fueron la causa de la ruptura definitiva en las relaciones de Antonio con Roma.

Para Octaviano, el hecho de que Antonio distribuyera territorios entre sus propios descendientes (aunque fueran insignificantes o no conquistados aún) no había sido una maniobra que pudiera considerar precisamente como pacífica, pero lo que más le inquietaba era el hecho de que Cesarión hubiera sido anunciado como el hijo legítimo de César y su heredero. El poder de Octaviano descansaba fundamentalmente en el hecho de ser considerado como el heredero de César por adopción, lo cual le garantizaba el necesario apoyo del pueblo romano y la lealtad de las legiones. El hecho de que su ventajosa posición al frente de Roma fuera puesta en peligro por un simple niño engendrado por la mujer más rica del mundo era algo que Octaviano no podía permitir. De esta forma, cuando el triunvirato expiró el último día del año 33 a. C., no fue renovado. Otra guerra civil estaba a punto de producirse.

El enfrentamiento definitivo:

Entre el 33 al 32 a. C. se desató una auténtica guerra propagandística en la arena política de Roma, con acusaciones lanzadas entre ambos bandos. Desde Egipto, Antonio anunció su divorcio de Octavia, acusando a su hermano de advenedizo, de usurpador del poder político y de falsificar los documentos de adopción de Julio César. Octaviano replicó con cargos de traición contra Antonio: controlar ilegalmente provincias que deberían haber sido asignadas a otros cargos como dictaba la tradición romana, e iniciar guerras contra otras naciones (Partia y Armenia) sin el permiso del Senado. Antonio fue también señalado como responsable de la ejecución de Sexto Pompeyo, que había sido capturado el año 35 a. C. en Mileto, en la zona de influencia de Antonio, y ejecutado sin juicio pese a ser ciudadano romano. Finalmente, Octaviano logró hacerse con el testamento de Antonio, guardado por las vestales, en el cual se ratificaban los temores de Octaviano tal como los presentó ante el pueblo, haciendo ver que Antonio quería reinar junto con Cleopatra en los territorios orientales romanos a toda costa, constituyendo una grave amenaza para el estado romano. De esta forma, en el año 32 a. C. el Senado despojó a Antonio de sus poderes y declaró la guerra a Cleopatra.

La guerra dio comienzo finalmente en el 31 a. C. El hábil Marco Vipsanio Agripa, leal comandante a las órdenes de Octaviano, consiguió tomar la importante ciudad y puerto griego de Methone, fiel a Antonio, asegurándose así un importante puerto en el Peloponeso que amenazar las intenciones de Antonio por controlar la importante Vía Egnatia. La gran popularidad de Octaviano y sus legiones causó la defección de Cirenaica y Grecia hacia su bando. Finalmente, tras una serie de operaciones terrestres, Octaviano bloqueó a Antonio y le obligó a entablar combate en el mar. El 2 de septiembre se libró la batalla naval de Accio, en la cual la flota de Antonio y Cleopatra fue vencida por la de Octaviano, retirándose ambos con sus navíos restantes de vuelta a Alejandría.

Octaviano, ahora ya próximo a obtener el poder absoluto, no tenía intención de dejarle un momento de paz, y a finales de julio del año 30 a. C., asistido por Agripa, invadió Egipto. Sin otro lugar donde poder refugiarse, Antonio trató inútilmente de hacer frente a la invasión con sus once legiones, que desertaron el día 1 de agosto tras tan sólo un día de resistencia. Obligado por las circunstancias, y en la creencia de que Cleopatra se había suicidado previamente, Antonio optó por el suicidio, arrojándose sobre su propia espada, aunque sería llevado aún con vida a su amante, muriendo en sus brazos. Pocos días más tarde, ante la deshonra de desfilar encadenada en el triunfo de Octaviano, Cleopatra se suicidó mediante la muerte ritual por mordedura de áspid.

Consecuencias y legado:

Con la muerte de Antonio, Octaviano se convirtió en el gobernante incuestionable de Roma, y nadie más se atrevió a alzarse en su contra. En los años siguientes Octaviano, conocido como Caesar Augustus desde el año 27 a. C., procedió a acumular en su persona todos los cargos administrativos, políticos y militares. Cuando Augusto murió en el año 14, todos sus poderes políticos pasaron a su hijo adoptivo, Tiberio, comenzando así el Principado romano.

El ascenso de César y la subsiguiente guerra civil entre sus dos partidarios más poderosos acabó eficazmente con la credibilidad en la oligarquía romana como forma de gobierno, y afirmó el hecho de que todas las futuras disputas por el poder se centrarían más sobre dos (o pocos más) individuos que lograrían el control supremo del gobierno, que sobre un individuo en conflicto con el Senado. De este modo, Antonio, como partidario clave de César y como uno de los dos hombres sobre los cuales el poder recayó tras el asesinato de César, fue uno de los tres hombres directamente responsables del final de la República romana.

Cronología de la vida de Marco Antonio:

83 a. C. - Marco Antonio nace en Roma
54-50 a. C. - Lucha a las órdenes de César en la Guerra de las Galias
50 a. C. - Asciende a tribuno de la plebe
48 a. C. - Sirve como magister equitum de César
47 a. C. - Desastrosa administración de Italia: exilio político
44 a. C. - Primer consulado con César; asesinato de César
43 a. C. - Guerra de Módena - formación del Segundo Triunvirato con Octaviano y Lépido
42 a. C. - Derrota de los asesinos de César en la batalla de Filipos; viajes de Marco Antonio por Oriente
41 a. C. - Primer encuentro con Cleopatra
40 a. C. - Regreso a Roma; boda con Octavia; tratado de Brundisium
38 a. C. - Tratado de Tarentum: renovación del triunvirato por cinco años más
36 a. C. - Campaña desastrosa contra los partos
35 a. C. - Conquista de Armenia
34 a. C. - Donaciones de Alejandría
33 a. C. - Fin del Segundo Triunvirato
32 a. C. - Intercambio de acusaciones entre Octaviano y Marco Antonio
31 a. C. - Derrota ante Octaviano en la batalla de Accio
30 a. C. - Marco Antonio y Cleopatra se suicidan

Semblanza del Triunviro:

...tenía la barba poblada, la frente espaciosa, la nariz aguileña, de modo que su aspecto en lo varonil parecía tener cierta semejanza con los retratos de Hércules pintados y esculpidos (...) procuraba él mismo acreditarlo con su modo de vestir, porque cuando había de mostrarse en público llevaba la túnica ceñida por las caderas, tomaba una grande espada y se cubría de un saco de los más groseros. Aun las cosas que chocaban en los demás, su aire jactancioso, sus bufonadas, el beber ante todo el mundo, sentarse en público a tomar un bocado con cualquiera y comer el rancho militar, no se puede decir cuánto contribuían a ganarle el amor y afición del soldado. Hasta para los amores tenía gracia, y era otro de los medios de que sacaba partido, terciando en los amores de sus amigos y contestando festivamente a los que se chanceaban con él acerca de los suyos. Su liberalidad y el no dar con mano encogida o escasa para socorrer a los soldados y a sus amigos fue en él un eficaz principio para el poder, y después de adquirido le sirvió en gran manera para aumentarlo, a pesar de los millares de faltas que hubieran debido echarlo por tierra (...) con sus distracciones no cuidaba de dar oídos a los que sufrían injusticias, trataba mal a los que iban a hablarle, y no corrían buenas voces en cuanto a abstenerse de las mujeres ajenas (...) cometió mayores violencias según el mayor poder que tenía,

Plutarco, Vida de Marco Antonio, IV y VI

Cayo Mario

Cayo Mario (en latín: C·MARIVS·C·F·C·N)[1] (Arpino, c. 157 a. C. - Roma, 13 de enero de 86 a. C.), político y militar romano, llamado tercer fundador de Roma[2] por sus éxitos militares. Fue elegido cónsul siete veces a lo largo de su vida, algo sin precedentes en la historia de Roma. También se destacó por las reformas que impuso en los ejércitos romanos, autorizando el reclutamiento de ciudadanos sin tierras y reorganizando la estructura de las legiones, a las que dividió en cohortes.

Inicios de su carrera:

Mario nació en Arpino, al sur del Lacio, alrededor del 157 a. C. en el seno de una familia acomodada. La ciudad había sido conquistada por Roma a finales del siglo IV a. C., y se le concedió la ciudadanía romana sin derecho de voto. Sólo en el año 188 a. C. la ciudad consiguió la ciudadanía romana plena.

A pesar de que Plutarco afirma que el padre de Mario era un trabajador, esto es casi seguramente falso. El hecho de que Mario tuviese conexión con la nobleza en Roma y que tuviese enlaces matrimoniales con la nobleza local de Arpino nos indica que debía pertenecer a una familia de cierta importancia dentro de la clase ecuestre.[3] Los problemas que tuvo que afrontar en su carrera política muestran las dificultades que se encontraba un hombre nuevo (nombre que recibían los ciudadanos romanos sin ascendientes dentro de las principales familias).

Existe una leyenda sobre la infancia de Mario que comenta que, cuando todavía era un adolescente, encontró un nido de un águila con siete polluelos en su interior. Dado que las águilas se consideraban animales sagrados de Júpiter, el dios supremo de los romanos, más tarde habría sido analizado como un presagio que predecía su elección como cónsul siete veces.[4] Más tarde, como cónsul decretó que el águila fuese el símbolo del Senado y el Pueblo de Roma.

Desde muy joven ejerció de tribuno militar en Numancia donde despertó el interés de Escipión Emiliano, quien le animó a emprender la carrera pública a pesar de su situación (entendiendo por ello que era un hombre nuevo). En esta etapa, Mario se presentó a las elecciones de Tribuno militar. Según Salustio, a pesar de que era un desconocido para los electores, las tribus lo votaron por sus méritos militares.

La familia de Mario era cliente de los Cecilios Metelos, y el joven contó con el apoyo de Quinto Cecilio Metelo el Numídico para alcanzar ganar las elecciones para Tribuno de la plebe (120 a. C.). Mario ingresó asimismo en el senado, dado que todas las personas que hubiesen ocupado dicho cargo tenían derecho a entrar en esta asamblea. El contacto existente con Cecilio Metelo también nos da otro argumento a favor de la opinión de que su familia no eran simples trabajadores.

Durante su tribunado, Mario iba a manifestar ya los rasgos contradictorios que marcarán su acción política. En efecto, mientras se indisponía con la nobilitas y con su propio protector, como consecuencia de una propuesta de lex tabellaria, que dificultaba la presión coercitiva de la oligarquía en la mecánica de las votaciones, se ganaba la animosidad popular al oponerse a una populista lex frumentaria, que pretendía ampliar los repartos de trigo a la plebs urbana (y con ellos la corrupción y la compra de votos). Se desconoce si en ambos casos Mario actuaba en interés del orden ecuestre y/o de los suyos propios.

En cualquier caso su carrera política sufrió una paralización transitoria, presentándose y perdiendo las elecciones para edil curul y edil plebeyo. Esta derrota electoral fue, al menos en parte, debida a la enemistad de la familia Metelo.[5] En principio parecería que su modesto origen no parecía predestinarle para las altas magistraturas, pero en el 116 a. C., fue nombrado pretor, en circunstancias, al parecer, tan dudosas que le acarrearon un juicio de ambitu, acusado de sobornar a los votantes. Ganó por muy poco el juicio subsiguiente y consiguió el puesto de pretor en Roma (como pretor urbano, pretor peregrino o presidente de la corte de extorsiones).

Tras pasar su año como pretor en Roma, en 114 a. C., Mario fue enviado a gobernar la Hispania Ulterior en calidad de propretor. Al parecer tomó parte en algún enfrentamiento militar menor, pero no recibió ningún triunfo a su vuelta. Dado que en esta época era habitual que el puesto de gobernador en Hispania durase 2 años, es probable que se le reemplazase en el año 113 a. C.

En el año 110 a. C. se casa con Julia Maior, tía de Julio César, cuya patricia cuna e influencia favorecían su aspiración al puesto de cónsul. Dicho matrimonio nos indica que para entonces Cayo Mario ya habría adquirido una cierta influencia política.

La guerra de Yugurta:

Si bien parece que tras acceder al tribunado de la plebe hubo una ruptura entre Mario y Metelo, dicha ruptura no fue del todo permanente, puesto que en el año 109 a. C. Metelo le tomó como legado en la campaña militar contra el rey Yugurta.

No sabemos en qué circunstancias el clan Metelo se reconcilió con Mario, ni si se trataba de un perdón sincero u obligado por las circunstancias; en todo caso, Mario, tras un año de propretura en la Hispania Ulterior, fue incorporado como lugarteniente al ejército africano de Metelo en su campaña contra el númida Yugurta. Con ello Metelo buscaba probablemente la gran experiencia de Mario como militar, mientras que Mario pretendía fortalecer su carrera política para acceder al consulado.

Acceso al consulado:

En el año 108 a. C. Mario pidió permiso a Metelo para dejar su puesto de legado e ir a Roma para optar a las elecciones para el consulado. Metelo no le dio el permiso, y le ofreció reconsiderarlo y optar a dicho puesto con su hijo, que en ese momento tenía 20 años (lo cual supone que no accedería al cargo hasta después de otros 20). Ante esta situación (Mario necesitaba el permiso de Metelo para abandonar su puesto), Mario pasó el verano congraciándose con las tropas, mediante la relajación de la disciplina, así como con los comerciantes italianos, sugiriendo que de estar él al mando podría lograr una victoria fácil y rápida en Numidia contra Yugurta. Ambos grupos escribieron a Roma, hablando muy bien de él y criticando las tácticas de Metelo, que basaba su estrategia en una lenta guerra de desgaste. Tras esto Metelo decidió ceder y dejarle ir, ante el perjuicio que le causaría seguir manteniéndole como subordinado.

Mario volvió a Roma y se presentó al consulado, siendo elegido en el año 107 a. C. No es de extrañar su elección teniendo en cuenta que recientemente los ciudadanos habían presenciado varias debacles militares provocadas por la incompetencia de ciertos miembros de la aristocracia, así como varias acusaciones de corrupción. Mario se presentaba como una alternativa: el virtuoso hombre nuevo, que con tanto trabajo había llegado hasta donde estaba.

El Senado, por su parte, decidió que entre las provincias consulares a repartir entre los cónsules de ese año no estaría Numidia y la guerra contra Yugurta, y prorrogó a Metelo en el mando. Mario se defendió utilizando una técnica para desviar la decisión a la Asamblea de Ciudadanos, en lugar del Senado, dado que ahí contaba con mucho más apoyo. Esta técnica ya se había usado en el 131 a. C., cuando un tribuno había presentado una ley para autorizar a la Asamblea a elegir un comandante (al parecer también existía un precedente de la Segunda Guerra Púnica).

Mario presentó una ley similar, y las asambleas le votaron como comandante tras esta elección especial. Metelo, por su parte, tuvo que volver, pero el Senado le concedió en contraprestación el título de Numídico (conquistador de Numidia).

Reclutamiento:

Las legiones formadas por hacendados sufrieron una serie de graves derrotas, en gran parte debidas a la incapacidad de dirección de los aristócratas romanos, por lo que causaron un gran número de bajas en sus filas. Mario, que necesitaba más tropas, tuvo que recurrir a métodos no convencionales, y posiblemente ni siquiera se dio cuenta de las consecuencias futuras que traerían sus reformas.

Después de las reformas agrarias de los Graco, se había asentado el tradicional reclutamiento romano, que excluía del servicio a aquellos que no tuviesen propiedades suficientes para entrar en el censo de la quinta clase. Parece ser que se redujo el requisito para formar parte de la quinta clase de 11.000 a 3.000 sestercios de propiedad, y que incluso en el año 109 a. C. los cónsules habían aprobado una suspensión de estas restricciones. En el año 107 a. C. Mario decidió ignorar la cualificación del censo completamente, y comenzó a reclutar a hombres libres sin ninguna propiedad. A estos hombres se les asignaba una paga (la soldada), mediante la cual pagarían a plazos el equipamiento militar que les aportaba el estado. Desde ese momento los ejércitos romanos pasarían a estar formados en su mayoría por ciudadanos pobres del capiti censi o censo por cabezas, cuyo futuro tras el servicio pasaría a depender principalmente de que su general lograse distribuir tierras a sus veteranos.

Por ello, los soldados comenzaron a tener un gran interés personal en las disputas entre su general y el Senado. Si bien Mario no reparó en dicho potencial, en menos de dos décadas su ex-cuestor, Sila lo acabaría usando contra el Senado y contra el propio Mario.

El cambio también supuso el comienzo de la profesionalización del ejército (que terminaría en época del Imperio). Los soldados comenzaron a recibir una paga y su manutención y equipación la proveía el estado.

El hecho de concederle a los más desfavorecidos la posibilidad de alistarse en las legiones romanas le trajo más de un enfrentamiento en el Senado. Estos nuevos legionarios eran analfabetos y por tanto no sabían desenvolverse dentro del campo de batalla igual que los anteriores soldados propietarios. Por este motivo, Mario ideó un símbolo el cual debían seguir todos hasta su último suspiro. Este símbolo era el águila, estandarte que de aquí en adelante sería símbolo de las legiones romanas.

El final de la guerra númida:

La guerra que Mario había prometido ganar con celeridad duraría aún otros tres años, lo que parece demostrar que Metelo había actuado con honradez y con la única táctica posible, frente a un enemigo astuto y buen conocedor de las guerrillas, en un territorio por completo favorable a los númidas. Mario hubo de imitar la táctica de Metelo, deteniéndose en el asedio de las plazas fuertes, con las que Yugurta contaba para frenar el avance romano. Sometiendo al pillaje y destrucción el territorio enemigo, Mario avanzó, en una lenta marcha hacia el oeste, hasta los confines del reino númida con Mauritania, donde Yugurta, siempre escurridizo, iba siendo acorralado.

La aproximación del frente de lucha al reino de Mauritania indujo finalmente a su rey Bocco, suegro de Yugurta, a romper la neutralidad, que, tanto Metelo como Mario, habían penosamente conseguido, y prestar ayuda a su yerno. Cuando, tras su segundo año de campaña en África, a finales de 106, Mario se retiraba hacia sus cuarteles de invierno en el este, fue atacado y acorralado por las fuerzas conjuntas de los dos monarcas africanos.

Su cuestor en ese momento era Lucio Cornelio Sila, hijo de una familia patricia venida a menos. Si bien Mario no estaba al principio del todo contento por tener que aceptar al inexperto y afeminado Sila para ocupar un puesto de esa responsabilidad, dado que no tenía experiencia militar previa, éste demostró ser un competente y voluntarioso líder militar. Cuando en el año 105 a. C. se reanudaron los contactos con Bocco, rey de Mauritania y suegro de Yugurta, preocupado por el avance romano, Sila logró deshacer la coalición, apresurando a Bocco a solicitar la paz con los romanos. Tras laboriosas negociaciones, que ocuparon la mayor parte de 105, y en las que Bocco vacilaba en un doble juego con Yugurta y con los romanos, finalmente el cuestor logró convencer al rey mauritano para que atrajera a una trampa a su yerno, que cayó así finalmente en manos de Mario.

No se sabrá nunca con certeza a quién se debe atribuir el final de la guerra. Parece que no sería obra tanto del genio militar de Mario, como de la astucia y las artes diplomáticas de Sila pero, por otra parte, no sería lógico pensar que Sila actuase por su cuenta y riesgo, sino que seguía un plan predefinido por su comandante. Por ello, y dado que Mario era el comandante de Sila, el honor de la captura de Yugurta le pertenecía a él. Si bien eso no importaba en este momento, y ambos personajes salían ganando, más adelante Sila afirmaría que el mérito del fin de la guerra fue en exclusiva suyo. Mientras tanto, Mario era el héroe del momento, y pronto se requerirían sus servicios para otra emergencia.

Gracias a sus victorias en Numidia (norte de África) se ganó el apodo de "Zorro de Arpinum", última localidad lacial que consiguió adherirse a Roma.

Cimbrios y Teutones:

La llegada de los Cimbrios a la Galia en el año 109 a. C., durante la Guerra Cimbria, y la derrota sin paliativos de su compañero consular Marco Junio Silano llevó a un malestar creciente en las tribus célticas conquistadas recientemente en el sur de la Galia. En el año 107 a. C., el cónsul Lucio Casio Longino fue derrotado por una tribu local y su oficial superviviente, Cayo Popilio Laenas (hijo del cónsul del mismo nombre del año 132 a. C.) había salvado lo posible tras el abandono de parte del equipamiento y tras la humillación de pasar bajo el yugo. Al año siguiente, otro cónsul, Quinto Servilio Cepio marchó a la Galia y capturó la ciudad de Tolosa (Toulouse), en donde capturó una enorme suma de dinero (el oro de Tolosa). Parte de ese dinero desapareció misteriosamente cuando se transportaba a Massilia (actual Marsella). Cepio fue prorrogado en el mando un año más y cuando uno de los cónsules, Cneo Malio Máximo, otro hombre nuevo entró a operar militarmente en el sur de la Galia. Él y el noble Cepio (que era incapaz de ponerse a las órdenes de un hombre nuevo, a pesar de que fuese un cónsul, debido a su linaje) fueron incapaces de cooperar.

Aparecieron entonces los Cimbrios y los Teutones, tribus germánicas en plena migración), y la falta de cooperación entre Cepio y Malio (mantuvieron sus fuerzas separadas y bastante distancia) ayudó a los germanos a rodear a Cepio y destruir el ejército de Malio. Como los romanos luchaban con el río a su espalda, la huida era imposible, y se dice que se contabilizaron 80.000 muertos. Esta gran derrota y la culpa aparente de la nobleza por su arrogancia fue la gota que colmó el vaso. Italia se encontraba a merced de la invasión de las hordas de bárbaros y el descontento popular con la oligarquía llegó a su máximo.

Mario como cónsul:

A finales del año 105 a. C. Mario fue elegido cónsul por segunda vez mientras se encontraba todavía en África. La elección en ausencia o in absentia era ya algo bastante inusual, pero no sólo eso. Algún tiempo después del año 152 a. C. se promulgó una ley que establecía un lapso de tiempo de 10 años que debería transcurrir para que una misma persona optase a otro consulado, e incluso existe alguna evidencia de que alrededor del año 135 a. C. hubo una ley que llegó a prohibir los segundos consulados. Sin embargo, en este momento habían llegado noticias a Roma del avance de la tribu de los Cimbrios, y para la emergencia se eligió a Mario como cónsul. La ley se repitió, y Mario fue elegido durante cinco años consecutivos (104 - 100 a. C.) en un hecho sin precedentes en la historia de Roma. Volvió a Roma aproximadamente el 1 de enero del año 104 a. C., para celebrar su triunfo sobre Yugurta, que fue llevado en procesión y ejecutado al final de la misma.

Los Cimbrios, por otro lado, marcharon hacia Hispania, y los Teutones se dirigieron al norte de la Galia, dejando a Mario tiempo para preparar su ejército. Uno de sus legados en ese momento fue su antiguo cuestor, Lucio Cornelio Sila, lo que demuestra que por entonces no existía ningún conflicto entre ellos.

Mario fue reelegido para cónsul para el año 103 a. C., aunque pudo haber continuado operando en el cargo de Procónsul. Parece ser que su posición como cónsul haría su nombramiento como comandante completamente indiscutible y evitaría problemas con los cónsules que habrían surgido de haber sido simplemente procónsul (con un rango inferior). Mario parece que pudo conseguir todo lo que deseaba, y que esto lo logró gracias al apoyo del pueblo, que elegían a sus colegas consulares en función de sus deseos. En el año 103 a. C. los Germanos todavía no habían salido de Hispania, y el colega consular de Mario (Lucio Aurelio Orestes) murió, por lo que Mario se vio obligado a volver a Roma para las elecciones, siendo reelegido para el año 102 a. C.

fin de la Primera Parte

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