Sobre Héroes y Tumbas
Anécdotas.
En 1961, fruto de casi trece años de trabajo interrumpidos, Sabato publica "Sobre héroes y tumbas" (SHT). Aclamada por críticos de todos los países del mundo (ver algunas críticas), SHT se constituye en la mejor novela argentina del siglo XX, por su profundidad y su ambición.
Es ya conocida la tendencia de Sabato a destruir su obra. Muchas novelas, obras de teatro, artículos y ensayos han sido consumidos por las llamas, según las confesiones de Sabato. Es peculiar una anécdota que se cuenta en referencia a SHT. Una vez que estuvo terminada la novela, Sabato se negó publicarla y trató, también, de destruirla. Ante esta desición que había tomado el autor, Matilde su mujer, rincipal crítica y lectora de su obra, enfermó ante la amarga resolución de su esposo de terminar con tantos años de trabajo. Así, ante la enfermedad de Matilde, Sabato tomó la desicón de publicarla.
En el prólogo de SHT, aparece la dedicatoria "...a la mujer que tenazmente me alentó en los momentos de descreimiento, que son los más. Sin ella, nunca habría tenido fuerzas para llevarla a cabo...". Esa mujer es Matilde, el principal sostén de Ernesto Sabato.
Prólogo
Existe cierto tipo de ficciones mediante las cuales el autor intenta liberarse de una obse sión que no resulta clara ni para él mismo. Para bien y para mal, son las únicas que puedo escribir. Más, todavía, son las incomprensi- bles historias que me vi forzado a escribir desde que era un adolescente. Por ventura fui parco en su publicación, y recién en 1948 me decidí a pu- blicar una de ellas: El Túnel. En los trece años que transcurrieron luego, seguí explorando ese oscuro laberinto que conduce al secreto central de nuestra vida. Una y otra vez traté de expresar el resultado de mis búsque- das, hasta que desalentado por los pobres resultados terminaba por des- truir los manuscritos. Ahora, algunos amigos que los leyeron me han indu- cido a su publicación. A todos ellos quiero expresarles aquí mi reconoci- miento por esa fe y esa confianza que, por desdicha, yo nunca he tenido.
Dedico esta novela a la mujer que tenazmente me alentó en los momentos de descreimiento, que son los más. Sin ella, nunca habría tenido fuerzas para llevarla a cabo. Y aunque habría merecido algo mejor, aun así, con todas sus imperfecciones, a ella le pertenece.
Ernesto Sabato
(Nota a la 1ª edición (1961))
Noticia Preliminar
Las primeras investigaciones revelaron que el antiguo Mirador que servía de dormitorio a Alejandra fue cerrado con llave desde dentro por la propia Ale- jandra. Luego (aunque, lógicamente, no se pueda precisar el lapso transcu- rrido) mató a su padre de cuatro balazos con una pistola calibre 32. Finalmente, echó nafta y prendió fuego.
Esta tragedia, que sacudió a Buenos Aires por el relieve de esa vieja familia argentina, pudo parecer al comienzo la consecuencia de un repentino ataque de locura. Pero ahora un nuevo elemento de juicio ha alterado ese primitivo esquema. Un extraño "Informe sobre ciegos", que Fernando Vidal terminó de escribir la noche misma de su muerte, fue descubierto en el departamento que, con nombre supuesto, ocupaba en Villa Devoto. Es, de acuerdo con nuestras referencias, el manuscrito de un paranoico. Pero no obstante se dice que de él es posible inferir ciertas interpretaciones que echan luz sobre el crimen y hacen ceder la hipótesis del acto de locura ante una hipótesis más tenebrosa. Si esa inferencia es correcta, también se explicaría por qué Alejandra no se suicidó con una de las dos balas que restaban en la pistola, optando por quemarse viva.
[Fragmento de una crónica policial publicada el 28 de junio de 1955 por La Razón de Buenos Aires.]
El dragón y la princesa (parte IX)
—Aquí es— dijo.
Se sentía el intenso perfume a jazmín del país. La verja era muy vieja y estaba a medias cubierta con una glicina. La puerta, herrumbrada, se movía dificultosamente, con chirridos.
En medio de la oscuridad, brillaban los charcos de la reciente lluvia. Se veía una habitación iluminada, pero el silencio correspondía más bien a una casa sin habitaciones. Bordearon un jardín abandonado, cubierto de yuyos, por una veredita que había al costado de un galería lateral, sostenida por las columnas de hierro. La casa era viejísima, sus ventanas daban a la galería y aún conservaban sus rejas coloniales; las grandes baldosas eran seguramente de aquel tiempo, pues se sentían hundidas, gastadas y rotas.
Se oyó un clarinete: una frase sin estructura musical, lánguida, desarticulada y obsesiva.
—¿Y eso?— preguntó Martín.
—El tío Bebe —explicó Alejandra—, el loco.
Atravesaron un estrecho pasillo entre árboles muy viejos (Martín sentía ahora un intenso perfume de magnolia) y siguieron por un sendero de ladrillos que terminaba en una escalera de caracol.
—Ahora, ojo. Seguime despacito.
Martín tropezó con algo: un tacho o un cajón.
—¡No te dije que andés con ojo! Esperá.
Se detuvo y encendió un fósforo, que protegió con una mano y que acercó a Martín.
—Pero Alejandra, ¿no hay lámpara por ahí? Digo... algo... en el patio...
Oyó la risa seca y maligna.
—¡Lámparas! Vení, colocá tus manos en mis caderas y seguime.
—Esto es muy bueno para ciegos.
Sintió que Alejandra se detenía como paralizada por una descarga eléctrica.
—¿Qué te pasa, Alejandra?— preguntó Martín, alarmado.
—Nada —respondió con sequedad—, pero haceme el favor de no hablarme nunca de ciegos.
Martín volvió a poner sus manos sobre las caderas y la siguió en medio de la oscuridad. Mientras subían lentamente, con muchas precauciones, la escalera metálica, rota en muchas partes y vacilante en otras por la herrumbre, sentía bajo sus manos, por primera vez, el cuerpo de Alejandra, tan cercano y a la vez remoto y misterioso. Algo, un estremecimiento, una vacilación, expresaron aquella sensación sutil, y entonces ella preguntó qué pasaba y él respondió, con tristeza, "nada". Y cuando llegaron a lo alto, mientras Alejandra intentaba abrir una dificultosa cerradura, dijo "esto es el antiguo Mirador".
—¿Mirador?
—Sí, por aquí no había más que quintas a comienzos del siglo pasado. Aquí venían a pasar los fines de semana los Olmos, los Acevedo...
Se rió.
—En la época en que los Olmos no eran unos muertos de hambre... y unos locos...
—¿Los Acevedo? —preguntó Martín—. ¿Qué Acevedos? ¿El que fue vicepresidente?
—Sí, esos.
Por fin, con grandes esfuerzos, logró abrir la vieja puerta. Levantó su mano y encendió la luz.
—Bueno —dijo Martín—, por lo menos acá hay una lámpara. Creí que en esta casa sólo se alumbraban con velas.
—Oh, no te vayas a creer. Abuelo Pancho no usa más que quinqués. Dice que la electricidad es mala para la vista.
Martín recorrió con su mirada la pieza como si recorriera parte del alma desconocida de Alejandra. El techo no tenía cielo raso y se veían los grandes tirantes de madera. Había una cama turca recubierta con un poncho y un conjunto de muebles que parecían sacados de un remate: de diferentes épocas y estilos, pero todos rotosos y a punto de derrumbarse.
—Vení, mejor sentate sobre la cama. Acá las sillas son peligrosas.
Sobre una pared había un espejo, casi opaco, del tiempo veneciano, con una pintura en la parte superior. Había también restos de una cómoda y un bargueño. Había también un grabado o litografía mantenido con cuatro chinches en sus puntas.
Alejandra prendió un calentador de alcohol y se puso a hacer café. Mientras se calentaba el agua puso un disco.
—Escuchá— dijo, abstrayéndose y mirando al techo, mientras chupaba su cigarrillo.
Se oyó una música patética y tumultuosa.
Luego, bruscamente, quitó el disco.
—Bah —dijo—, ahora no la puedo oír.
Siguió preparando el café.
—Cuando lo estrenaron, Brahms mismo tocaba el piano. ¿Sabés lo que pasó?
—No.
—Lo silbaron. ¿Te das cuenta lo que es la humanidad?
—Bueno, quizá...
—¡Cómo quizá! —gritó Alejandra—, ¿acaso creés que la humanidad no es una pura chanchada?
—Pero este músico también es la humanidad...
—Mirá, Martín —comentó mientras echaba el café en la taza— ésos son los que sufren por el resto. Y el resto son nada más que hinchapelotas, hijos de puta o cretinos, ¿sabés?.
Trajo el café.
Se sentó en el borde de la cama y se quedó pensativa. Luego volvió a poner el disco un minuto.
—Oí, oí lo que es esto.
Nuevamente se oyeron los compases del primer movimiento.
—¿Te das cuenta, Martín, la cantidad de sufrimiento que ha tenido que producirse en el mundo para que haya hecho música así?
Mientras quitaba el disco, comentó:
—Bárbaro.
Se quedó pensativa, terminando su café. Luego puso el pocillo en el suelo.
En el silencio, de pronto, a través de la ventana abierta, se oyó el clarinete, como si un chico trazase garabatos sobre un papel.
—¿Dijiste que está loco?
—¿No te das cuenta? Ésta es una familia de locos. ¿Vos sabés quién vivió en ese altillo, durante ochenta años? La niña Escolástica. Vos sabés que antes se estilaba tener algún loco encerrado en alguna pieza del fondo. El Bebe es más bien un loco manso, una especie de opa, y de todos modos nadie puede hacer mal con el clarinete. Escolástica también era una loca mansa. ¿Sabés lo que le pasó? Vení. —Se levantó y fue hasta la litografía que estaba en la pared con cuatro chinches. —Mirá: son los restos de la legión de Lavalle, en la quebrada de Humahuaca. En ese tordillo va el cuerpo del general. Ése es el coronel Pedernera. El de al lado es Pedro Echagüe. Y ese otro barbudo, a la derecha, es el coronel Acevedo. Bonifacio Acevedo, el tío del abuelo Pancho. A Pancho le decimos abuelo, pero en realidad es bisabuelo.
Siguió mirando.
—Ese otro es el alférez Celedonio Olmos, el padre de abuelo Pancho, es decir mi tatarabuelo. Bonifacio se tuvo que escapar a Montevideo. Allá se casó con una uruguaya, una oriental, como dice el abuelo, una muchacha que se llamaba Encarnación Flores, y allá nació Escolástica. Mirá qué nombre. Antes de nacer, Bonifacio se unió a la legión y nunca vió a la chica, porque la campaña duró dos años y de ahí, de Humahuaca, pasaron a Bolivia, donde estuvo varios años; también en Chile estuvo un tiempo. En el 52, a comienzos del 52, después de trece años de no ver a su mujer, que vivía aquí en esta quinta, el comandante Bonifacio Acevedo, que estaba en Chile, con otros exiliados, no dió más de tristeza y se vino a Buenos Aires, disfrazado de arriero: se decía que Rosas iba a caer de un momento a otro, que Urquiza entraría a sangre y fuego en Buenos Aires. Pero él no quiso esperar y se largó. Lo denunció alguien, seguro, si no no se explica. Llegó a Buenos Aires y lo pescó la Mazorca. Lo degollaron y pasaron frente a casa, golpearon en la ventana y cuando abrieron tiraron la cabeza a la sala. Encarnación se murió de la impresión y Escolástica se volvió loca. ¡A los pocos días Urquiza entraba en Buenos Aires! Tenés que tener en cuenta que Escolástica se había criado sintiendo hablar de su padre y mirando su retrato.
De un cajón de la cómoda sacó una miniatura, en colores.
—Cuando era teniente de coraceros, en la campaña del Brasil.
Su brillante uniforme, su juventud, su gracia, contrastaban con la figura barbuda y destrozada de la vieja litografía.
—La Mazorca estaba enardecida por el pronunciamiento de Urquiza. ¿Sabés lo que hizo Escolástica? La madre se desmayó, pero ella se apoderó de la cabeza de su padre y corrió hasta aquí. Aquí se encerró con la cabeza del padre desde aquel año hasta su muerte, en 1932.
—¡En 1932!
—Sí, en 1932. Vivió ochenta años, aquí, encerrada con su cabeza. Aquí había que traerle la comida y sacarle todos los desperdicios. Nunca salió ni quiso salir. Otra cosa: con esa astucia que tienen los locos, había escondido la cabeza de su padre, de modo que nadie nunca la pudo sacar. Claro, la habrían podido encontrar de haberse hecho una búsqueda, pero ella se ponía frenética y no había forma de engañarla. "Tengo que sacar algo de la cómoda", le decían. Pero no había nada que hacer. Y nadie nunca pudo sacar nada de la cómoda, ni del bargueño, ni de la petaca esa. Y hasta que murió en 1932, todo quedó como había estado en 1852. ¿Lo creés?
—Parece imposible.
—Es rigurosamente histórico. Yo también pregunté muchas veces, ¿cómo comía? ¿Cómo limpiaban la pieza? Le llevaban la comida y lograban mantener un mínimo de limpieza. Escolástica era una loca mansa e incluso hablaba normalmente sobre casi todo, excepto sobre su padre y sobre la cabeza. Durante los ochenta años que estuvo encerrada nunca, por ejemplo, habló de su padre como si hubiese muerto. Hablaba en presente, quiero decir, como si estuviese en 1852 y como si tuviera doce años y como si su padre estuviese en Chile y fuese a venir de un momento a otro. Era una vieja tranquila. Pero su vida y hasta su lenguaje se habían detenido en 1852 y como si Rosas estuviera todavía en el poder. "Cuando ese hombre caiga", decía señalando con su cabeza hacia afuera, hacia donde había tranvías eléctricos y gobernaba Yrigoyen. Parece que su realidad tenía grandes regiones huecas o quizá como encerradas también con llave, y daba rodeos astutos como los de un chico para evitar hablar de esas cosas, como si no hablando de ellas no existiesen y por lo tanto tampoco existiese la muerte de su padre. Había abolido todo lo que estaba unido al degüello de Bonifacio Acevedo.
—¿Y qué pasó con la cabeza?
—En 1932 murió Escolástica y por fin pudieron revisar la cómoda y la petaca del comandante. Estaba envuelta en trapos (parece que la vieja la sacaba todas las noches y la colocaba sobre el bargueño y se pasaba las horas mirándola o quizá dormía con la cabeza allí, como un florero). Estaba momificada y achicada, claro. Y así ha permanecido.
—¿Cómo?
—Y por supuesto, ¿qué querés que se hiciera con la cabeza? ¿Qué se hace con una cabeza en semejante situación?
—Bueno, no sé. Toda esta historia es tan absurda, no sé.
—Y sobre todo tené presente lo que es mi familia, quiero decir los Olmos, no los Acevedo.
—¿Qué es tu familia?
—¿Todavía necesitás preguntarlo? ¿No lo oís al tío Bebe tocando el clarinete? ¿No ves dónde vivimos? Decíme, ¿sabés de alguien que tenga apellido en este país y que viva en Barracas, entre conventillos y fábricas? Comprenderás que con la cabeza no podía pasar nada normal, aparte de que nada de lo que pase con una cabeza sin el cuerpo correspondiente puede ser normal.
—¿Y entonces?
—Pues muy simple: la cabeza quedó en casa.
Martín se sobresaltó.
—¿Qué, te impresiona? ¿Qué otra cosa se podía hacer? ¿Hacer un cajoncito y un entierro chiquito para la cabeza?
Martín se rió nerviosamente, pero Alejandra permanecía seria.
—¿Y dónde la tienen?
—La tiene el abuelo Pancho, abajo, en una caja de sombreros. ¿Querés verla?
—¡Por amor de Dios! —exclamó Martín.
—¿Qué tiene? Es una hermosa cabeza, y te diré que me hace bien verla de vez en cuando, en medio de tanta basura. Aquéllos al menos eran hombres de verdad y se jugaban la vida por lo que creían. Te doy el dato que casi toda mi familia ha sido unitaria o lomos negros, pero que ni Fernando ni yo lo somos.
—¿Fernando? ¿Quién es Fernando?
Alejandra se quedó repentinamente callada, como si hubiese dicho algo de más.
Martín se quedó sorprendido. Tuvo la sensación de que Alejandra había dicho algo involuntario. Se había levantado, había ido hasta la mesita donde tenía el calentador y había puesto agua a calentar, mientras encendía un cigarrillo. Luego se asomó a la ventana.
—Vení —dijo, saliendo.
Martín la siguió. La noche era intensa y luminosa. Alejandra caminó por la terraza hacia la parte de adelante y luego se apoyó en la balaustrada.
—Antes —dijo— se veía desde aquí la llegada de los barcos al Riachuelo.
—Y ahora, ¿quién vive aquí?
—¿Aquí? Bueno, de la quinta no queda casi nada. Antes era una manzana. Después empezaron a vender. Ahí están esa fábrica y esos galpones, todo eso pertenecía a la quinta. De aquí, de este otro lado hay conventillos. Toda la parte de atrás de la casa también se vendió. Y esto que queda está todo hipotecado y en cualquier momento lo rematan.
—¿Y no te da pena?
Alejandra se encogió de hombros.
—No sé, tal vez lo siento por el Abuelo. Vive en el pasado, y se va a morir sin entender lo que ha sucedido en este país. ¿Sabés lo que pasa con el viejo? Pasa que no sabe lo que es la porquería, ¿entendés? Y ahora no tiene ni tiempo ni talento para llegar a saberlo. No sé si es mejor o es peor. La otra vez nos iban poner bando de remate y tuve que ir a verlo a Molinari para que arreglara el asunto.
—¿Molinari?
Martín volvía a oír ese nombre por segunda vez.
—Sí, una especie de animal mitológico. Como si un chancho dirigiese una sociedad anónima.
Martín la miró y Alejandra añadió, sonriendo:
—Tenemos cierto género de vinculación. Te imaginás que si ponen la bandera de remate el viejo se muere.
—¿Tu padre?
—Pero no, hombre: el abuelo.
—¿Y tu padre no se preocupa del problema?
Alejandra lo miró con una expresión que podría ser la mueca de un explorador a quien se le pregunta si en el Amazonas está muy desarrollada la industria automovilística.
—Tu padre —insistió Martín, de puro tímido que era, porque precisamente sentía que había dicho un disparate (aunque no sabía por qué) y que era mejor no insistir.
—Mi padre nunca está aquí —se limitó a aclarar Alejandra, con una voz que era distinta.
Martín, como los que aprenden a andar en bicicleta y tienen que seguir adelante para no caerse y que, gran misterio, terminan siempre por irse contra un árbol o cualquier otro obstáculo, preguntó:
—¿Vive en otra parte?
—¡Te acabo de decir que no vive acá!
Martín enrojeció.
Alejandra fue hacia el otro extremo de la terraza y permaneció allá un buen tiempo. Luego volvió y se acodó sobre la balaustrada, cerca de Martín.
—Mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Y cuando tuve once lo encontré a mi padre aquí con una mujer. Pero ahora pienso que vivía con ella mucho antes que mi madre muriese.
Con una risa que se parecía a una risa normal como un criminal jorobado puede parecerse a un hombre sano agregó:
—En la misma cama donde yo duermo ahora.
Encendió un cigarrillo y a la luz del encendedor Martín pudo ver que en su cara quedaban restos de la risa anterior, el cadáver maloliente del jorobado.
Luego, en la oscuridad, veía como el cigarrillo de Alejandra se encendía con las profundas aspiraciones que ella hacía: fumaba, chupaba el cigarrillo con una avidez ansiosa y concentrada.
—Entonces me escapé de mi casa —dijo.
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