viernes, 13 de junio de 2008

Severo Sarduy, explicación de una obra

LA EMIGRACIÓN

DE LOS TATUAJES


Sobre, Los nombres del aire, de Alberto Ruy Sánchez.

A la sombra de los obscuros dátiles, cuando cae entre los minaretes donde los temerosos vociferan el Nombre y las cúpulas azules jaspeadas el resplandor anaranjado del crepúsculo, detrás de los mucharabíes, nimbada por una luz blanca, como la odalisca tatuada de Gustave Moreau, aparece una esclava de ojos rasgados. La siguen sus hermanas, que tienen idénticos trazos y nombres de vientos. Las cuatro van a abandonar la corte, el feroz ejército y la biblioteca donde se encuentra la interpretación de los arabescos que rigen, sin que ellos sospechen, el destino de todos los hombres. Antes de partir, la Señora va a marcarlas: que lleven para siempre, como halcones el anillo de sus príncipes, la firma de tinta roja, el sello indeleable del cautiverio. Ordena que cada una lleve el vientre, tatuada, la cuarta parte de una araña roja, dorada y negra.

Derivan los cuerpos cifrados, se van marchitando, desfallecen, hasta que mueren pronunciando un nombre; las tatuajes se borran.

O no: como si temieran degradarse con la piel que los soporta, los tatuajes frente a la muerte, con ese instinto que atraviesa toda escritura, se han exilado, han emigrado hacia otro cuerpo, vital y fornido, pájaros de tinta hacia el verano.

Van a reaparecer, pues, los cuatro fragmentos, pero ensamblados en una sola araña tentacular, brillante y devoradora que se ha posado en el sexo turgente de Ahmed Allabí —comparable al de Farruluque, en Paradiso, y objeto de idéntica veneración.

La mancha colorida crece con la erección, vampiriza la energía que antes del estallido blanco irriga el canal, hasta que termina, con una orquídea aniquilando a su huésped, enemizando la fuerza fabulosa de Ahmed. Muere el tatuado a su pesar, ya sin la potencia itifálica que lo había torturado, y confiesa en su agonía el sueño que tuvo la noche en que comenzó tan luciferina turgencia: el de la esclava y sus tres hermanas.

Se trata de uno de los tatuajes descritos por Alberto Ruy Sánchez en Los nombres del aire y, en el interior de la descripción, soñado; ello no impide que, al recorrer un repertorio de la iconografía dérmica como el de Michel Thévoz —Le corps peint, Skira, 1984— podamos reconocer esos ramajes de tinta proliferantes y arácnidos, en los maquillajes para fiestas religiosas o matrimonios, de la banda costera de la región Tihama, en Yemen. Aunque el paisaje que enmarca el relato nos hace pensar, con más probabilidad, en los tatuajes que marcan verticalmente desde el labio inferior hasta el mentón, y reaparecen en el antebrazo de las mujeres de Ait Hadiddou o Ait Brahim, en Marruecos, y en los dibujos, hechos con henna verde, en el reverso de las manos de las mujeres de Marrakech.

El paisaje que enmarca el relato: una isla de Mogador onírica, no exenta de esa alambicada ornamentación islámica, siempre presta a bascular en su exceso, en su kitsch, ni tampoco —por onírica— de relaciones con la isla real, la que se encuentra situada no lejos de la ciudad de Essaouira —la antigua Mogador—, que fue edificada en una península, y abriga en la bahía a las Insulae Purpurariae, donde el rey Juba II, a finales del siglo I antes de Cristo hizo construir una fábrica de púrpura.

Teniendo en cuenta ese contexto podemos volver a los tatuajes. Si la elucidación que de ellos hace Michel Thévoz, a partir de sus orígenes en el período pre-islámico y hasta en el neolítico es operante en este caso de emigración, veremos que no es asombroso el sitio que escogieron para posarse, el destino físico de su fuga, ya que: “el efecto de la prohibición coránica sólo fue la substitución de la significación ritual de los tatuajes por una función terapéutica, profiláctica o curativa, sobre todo contra las afecciones de la vista, la esterilidad y las enfermedades venéreas. Las madres tatuaban por eso a sus hijos o recurrían a un tatuador profesional, siempre para obtener lo mismo”.

No pretendo con estas citas, por supuesto, dar una verosimilitud etnológica a la minuciosa ficción que se despliega en Los nombres del aire; pretendo, eso sí, anclarla en lo real.

Ya que si los signos —los de tinta y los otros — emigran continuamente en el relato, se desplazan de un soporte a otro, donde se entregan a un diferente sentido y a una nueva constelación, siempre lo hacen a partir de un alfabeto real, de una heráldica precisa, cuya semiología no sólo es realizable sino que está repertoriada. Lo extraordinario no está en los sistemas de signos, sino en la luz que arroja su emigración. Así sucede también cuando las nueve cartas de la baraja que la adivina despliega en forma de espiral, situando en su centro cuatro cartas más que corresponden a los ángulos de un cuadrado imaginario, dibujan instantáneamente no sólo el destino secreto de la consultante, sino también el mapa de la ciudad de Mogador, que para sus habitantes es una imagen precisa del mundo: la calle del Caracol, esa que dando giros va desde las murallas exteriores hasta la plaza central, donde se encuentran, formando un cuadrado, los baños públicos y los tres templos que corresponden a las religiones practicadas en el lugar.

Si he fijado los amarres con lo real, es para que se despliegue mejor, como un velamen, la enigmática iniciación del personaje principal del relato, Fatma, que no es ni una fuente de pasiones, ni una voluntad de lenguaje, sino más bien otro espacio físico, otro lugar a donde van a emigrar los signos: los del deseo, esos que han marcado, desde los míticos zejeleros, la lírica del Islam, una voluptuosidad cuya firma es la voluta, el arabesco, el arco generoso que corona las aberturas de la casa, en oposición a la severa ortogonal que asfixia a las de la arquitectura occidental.

En Fatma se posan los deseos, ella los recibe como una pura transparencia: los ve pasar a través de su cuerpo y a veces vibra con ellos, pero jamás los conserva. Es la morada de lo efímero, de lo que el erotismo tiene de inapresable y siempre huyente. Su cuerpo —dicen las mujeres de Mogador— aloja extraños y peligrosos visitantes; mas esa residencia es pasajera, como los hechizos que las viejas que llevan al cuello una piedra plana de dos colores —el emblema de una fortaleza— saben, conjurar.

Así pasan los deseos de un joven afiebrado, y luego los de un obeso vendedor de pescado con un pañolón rojo en el cuello de toro, tan maniático en cuanto a los colores de los peces que prohibe la yuxtaposición del verde y el amarillo. ante la indiferencia de Fatma su desconsuelo es tal que frota su falo entre dos peces, hasta herirlo con el roce de las escamas. Finalmente, en el hammam, donde una bruma púrpura sube por los muslos de las mujeres, surge el deseo de Kadiya; su mano adquiere entonces la majestad hierática de un fetiche omnipresente: una mano que mira, un gesto que alucina el laberinto del hammam. “¿Qué era el Hammam por la mañana? Torbellino secreto: grito, pastilla de jabón disuelta en agua, cabellera enredada, yerbas de olor evaporadas, un gajo de naranja en una fuente de semillas de granada, menta y hashish en labios gruesos, depilaciones apresuradas, sandalias de madera hinchada, tierra roja para teñir el pelo, un durazno mordido, flores obesas, azulejos vivos, desnudez sumergida que se mueve como reflejo de la luna en el agua”.

Nombrar el aire es también hacerlo ver: lo que logró Delacroix en las Mujeres de Argel; lo que siempre pretende esa tradición de pintores “arabistas”, que, desde las escuelas coránicas tan en boga en el siglo XIX francés hasta Matisse, irradia la tela de una luz reconocible, la de un sur mítico. Fortuny o Claudio Bravo, con sus marabutos perdidos en la arena brillante o sus adolescentes en chilaba en medio de apartamentos excesivamente bruñidos, no están lejos de esta herencia; tampoco, en otro ámbito, Pierre Loti.

Alberto Ruy Sánchez ha escrito, con Los nombres del aire, más que una novela: una semiología de la movilidad; el libro se va convirtiendo, mientras desciframos —no sólo con el conocimiento, sino también con la piel, con la invención táctil— las voluptuosas aventuras de Fatma, en una heráldica del desplazamiento. Es decir, en otro modo, el de la fulguración, seguramente más idóneo, de aprender a leer.

Severo Sarduy (1937-1993) es uno de los más importantes escritores latinoamericanos del siglo XX. Nació en Cuba y vivió en París dos terceras partes de su vida. Entre sus libros están: Gestos; De dónde son los cantantes; Cobra; Maitreya; Colibrí; Cocuyo; Escrito sobre un cuerpo; Barroco; Simulación y Pájaros en la playa. Sus Obras Completas, en dos volúmenes, han sido publicadas por la Unesco en su Colección Archivos. En esa edición, Vol.II, páginas 1431-1434 se incluye este texto "Los tatuajes emigrantes".Hay ensayos de Alberto Ruy Sánchez sobre Severo Sarduy en sus libros Diálogos con mis fantasmas y en Cuatro escritores Rituales.

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